miércoles, 16 de abril de 2008

Otra vez a vueltas con el azar.

Stephen Jay Gould decía que “una de las ideas que más les cuesta aceptar a los seres humanos es que no seamos la culminación de algo”. No se refería a todos, claro. La insistencia en autodiferenciarnos de los animales y de considerarnos el resultado de un plan, no se da en todos los grupos humanos, y es algo reciente en nuestra historia (nuestros antepasados prehistóricos “parecen haber aceptado sin vacilar que formaban parte del gran continuo animal”). Si a uno ya le chirrían las trócolas pensando que tal vez no sea el fin de un proyecto, la culminación de un proceso teleológico, quizás se parta por el eje si se le insinúa que (como especie) estamos aquí como podíamos no estarlo. A nivel de cada uno de nosotros es muy obvio. Si tus padres no se hubieran conocido tú no estarías aquí. Pero una vez que se conocieron las probabilidades de que estuvieras eran menos que las que yo tengo de acertar todos los días los seis números de la bonoloto de aquí a que me muera, y soy un chaval. Y seguían siendo muy pocas el día que decidieron darse un gusto en un momento muy preciso, porque si no tampoco. Y hablamos sólo de tus padres. Sólo con retroceder 8 generaciones “encontrarás a unas 250 personas de cuyas uniones en el momento preciso depende tu existencia”. Pero te tocó, y aquí estás perdiendo el tiempo.

A nivel de las especies que hoy pueblan la Tierra pasa algo similar. Cambia un solo acontecimiento del planeta (el meteorito que ya no acaba con los dinosaurios, la falla del Rift que ya no se abre...) y la historia habría sido otra. Pobre hormiga.

El azar.

Hace un tiempo, estando yo en uno de esos pueblos con encanto, ví como una hormiga ascendía por un gran arbusto. A lo largo de su trayecto observé como a veces parecía dudar entre qué rama tomar entre varias posibles, y cómo en ocasiones siguió su camino sin reparar siquiera que tras de sí quedaban otras. Cuando llegó al final de una rama, que tampoco era la más alta, un súbito soplo de frío viento se la llevó. Siendo tan grande y ramificado el arbusto su tránsito por él no resultó sino una simple línea más o menos sinuosa.

Mientras buscaba yo a la hormiga me preguntaba si antes de que ese soplo de frío viento se la llevara había sido consciente de que el arbusto era un laberinto y que cada opción que se le planteaba a casi cada instante conducía finalmente a un destino diferente. ¿Había elegido siempre? ¿Había llegado donde había querido o a donde el destino la condujo? En fin, este tipo de preguntas que no son posibles donde vivo porque vete tú a encontrar aquí una hormiga, o incluso un arbusto.

Pobre hormiga, pensé, cuando ya dí por terminada mi inútil búsqueda. Si hubiera elegido una rama que había un poco más abajo de la mitad del arbusto habría llegado a una zona con otras hormigas, que aún permanecían ahí después del episodio del súbito soplo de frío viento. De vuelta a casa y pensando en la hormiga me dije que las hormigas no deben tener ni conciencia vigil, ni sentimiento o juicio de posibilidad, ni libertad (o que al menos alguno de estos rasgos les debe de faltar, digo yo), requisitos todos ellos previos a la génesis de las acciones humanas. Entonces llegué a la conclusión de que la hormiga no pudo elegir como nosotros hacemos y por tanto la geometría de su tránsito por el arbusto fue sólo resultado del azar. Definitivamente, pobre hormiga.