martes, 27 de enero de 2009

El primo Mickey.

¿Quién no se reconoce aquí?
Las relaciones de familia a veces dan unos disgustos tremendos. En el siglo XIX se montó un pitote importante con eso que se decía que había dicho Darwin, pero que en realidad nunca dijo, de que el hombre descendía del mono. Un verdadero cuadro…, gritos, histeria, hubo hasta desmayos y las reacciones habituales, aunque en este caso poco afortunadas, del tipo “mono sería tu abuelo”. Tiempo después, superado el shock inicial y otras cosas, se fijó un modelo filogenético que nos emparentaba con los póngidos, sí, pero a cierta distancia ojo. Si no tienes más remedio que ser primo de alguien, pues no tienes más remedio, pero está claro que no es lo mismo ser primo del de zumosol que del de Rajoy, porque como bien me dijo una vez un pastor de yaks que conocí en el Tibet “’pa’ las cuestas arriba quiero mi burro que las cuestas abajo yo me las subo” –un sabio aquel tipo-. Así que parientes seríamos, pero tarariparientes de tararaparientes de parientes que ya casi no eran ni parientes. El modelo filogenético utilizado hasta los años 60 del pasado siglo –e impuesto dos décadas antes- consideraba que los grandes simios (chimpancés, gorilas y orangutanes) constituían un grupo monofilético del que tiempo antes se había desgajado la rama que conduciría a los humanos (fig. 1). Al fin y al cabo el parecido físico entre esos grandes simios es mayor que el que hay entre nosotros y cualquiera de ellos. Veinte años no serán nada, vale, pero veinte millones de años ponían bastante tierra de por medio y podía ser un periodo lo suficientemente majete como para no tener que invitarles a la celebración tu divorcio. A partir de ese momento habríamos seguido ya solitos –nuestros antepasados- nuestra andadura, y así se discutía si el Sivapithecus era el primer homínido o si el Kenyapithecus madrugaría para fabricar herramientas –que no lo eran- hace 14 M.a., o bien preferiría las últimas horas de la tarde, con la caída del sol.


Los cladogramas se leen de abajo a arriba –de hecho los tres de la fila superior están proporcionando exactamente la misma información. Los nodos –que marcan un episodio de especiación- pueden rotarse sin que el significado del gráfico varíe.



Entonces entró en escena la biología molecular. E. Zuckerlandl y L. Pauling plantearon que ésta ofrecía posibilidades para construir árboles genealógicos y para determinar el momento en el que se había producido una excisión en una rama –un reloj biomolecular-, superando así las meras comparaciones anatómicas, que a veces pueden ser engañosas. Cuando un linaje se separa en dos taxones diferentes cada uno de ellos irá acumulando cambios -mutaciones genéticas- de manera continua e independiente, de forma que cuanto más lejano sea el momento de la separación mayores serán las diferencias genéticas entre ambos. Basta con conocer el número de variantes entre proteínas homólogas, o fragmentos homólogos de ADN de especies distintas y la frecuencia con la que se producen para saber lo emparentadas que están y hasta cuándo compartieron un ancestro común. En 1967 A. Wilson y V. Sarich, analizando esas diferencias en la albúmina, una proteína que chapotea por la sangre, de monos rhesus, gorilas, chimpancés y humanos establecieron que la separación entre los antropomorfos africanos y la rama humana se produjo hace unos 5 M.a. (Immunological time scale for hominid evolution. Science). El modelo pues debía de cambiar y se transformó, aunque no de inmediato, en otro en el que los humanos compartían durante un tiempo un antepasado común con los antropomorfos africanos (fig. 2). En los años 80, una nueva técnica biomolecular, la hibridación de ADN, puso de manifiesto el estrecho parentesco entre chimpancés y humanos, que compartieron un ancestro común durante tal vez 2 ó 3 M.a y del que el linaje de los gorilas se había desgajado con anterioridad, hace unos 8 ó 10 M.a. (fig. 3).