miércoles, 11 de junio de 2008

El Fuego (y IV): Otros usos.

Encendedor (de hace cuatro días, claro).

Poco a poco, a partir del Paleolítico Medio y sobre todo en el Paleolítico Superior, el hombre empezó a darse cuenta de que las posibilidades de aplicación del fuego iban más allá de la de socarrar cosas y le encontró nuevas utilizaciones técnicas y domésticas. Muchos kiloiiiears antes de la invención de la cerámica y de la metalurgia descubrió que podía utilizarlo para transformar materias primas; calentó los nódulos de sílex (cambiándole su color y sobre todo su estructura, facilitando así su lascado y retoque); endureció sus armas de madera; fundió la resina u otros materiales para preparar colas o masillas adhesivas con las que asegurar el enmangamiento de los útiles (en un nivel musteriense del yacimiento de Umm el Tlel, en Siria, datado en unos 40.000 años a.C., se usó bitumen, que fue calentado a altas temperaturas antes de ser usado como una cola (Boëda et al. 1996); calentó las baguetes o las azagayas en asta para rectificarlas y enderezarlas, y el ocre para variar su color. Le hubo de servir para ahumar las pieles y facilitar así su curtido, y las carnes y pescados para su conservación; o para desinfectar; o como repelente contra las picaduras de insectos, o para cocer, a veces, estatuillas en arcilla; o para dirigir las manadas de animales a puntos estratégicos (como arma de caza); o para alejar a los carnívoros de sus lugares de ocupación; o para manipular las comunidades vegetales. En fin, lo debió utilizar para muchas cosas.

La etnografía avala la existencia de numerosas técnicas de caza que incorporan el incendio de bosques o praderas. Según S. Pine (1999), históricamente las sociedades de cazadores recolectores han preferido vivir en áreas donde los incendios fueran posibles, lo que conduce a mejorar la visibilidad, facilitar los movimientos, dispersar los insectos y estimular el subsiguiente crecimiento de plantas comestibles para los herbívoros (Rolland 2004; Pyne 1999). El caso de los aborígenes Martu, una sociedad actual de cazadores-recolectores de Australia, ilustra bien dos de los aspectos beneficiosos de la utilización del fuego en la adquisición de la comida. Según D.W. Bird (et al. 2004) la quema de hierbas de spinifex (Triodia pungens, Triodia sp.) incrementa posteriormente la diversidad de plantas, pudiendo recogerse luego en esos territorios una mayor cantidad y diversidad de comida (tal como frutos, tubérculos, raíces, larvas, néctar, y semillas de hierbas, arbustos y árboles) que en otras zonas. Por otra parte los incendios mejoran sus estrategias de caza, ya que ponen a la vista sendas, rastros y madrigueras que facilitan la localización de la presa. Se ha comprobado que el nivel de eficacia de los cazadores después de un incendio pasa de 409 a 575 kcal/hora; es decir, el rendimiento se ve aumentado en un 40.5% (Bird, Bird y Parker).
Desde luego que bajo la forma de incendios o de antorchas agitadas el fuego puede y pudo permitir dirigir a los animales hacia lugares elegidos, donde su captura sería más fácil (precipicios, cercados, fosas ciegas). Ninguna limitación técnica se opone a que este método de caza, muy practicado hasta época reciente en zonas de vegetación abierta, haya sido también utilizado en el Paleolítico, pero es difícil encontrar evidencias de ello, dependiendo del lugar en el que se actúa y sobre todo de la entidad del matadero, y en este sentido Solutrè tal vez sea una excepción, donde los restos de más de 10.000 caballos pudieron ser precipitados por un acantilado por cazadores solutrenses.
Por su parte hay que abandonar la idea de que algo similiar pudiera ocurrir miles de años atrás en Torralba. Durante tiempo se ha pintado una imagen en la que elefantes acorralados, embarrados e inmovilizados en un terreno pantanoso, al que habrían sido dirigidos provocando incendios en la pradera, eran cazados por los humanos. Sin embargo no se cree hoy que en Torralba y Ambrona se dieran fuegos de origen antrópico, y por otra parte no parece que sea una necesidad acercar a los elefantes a las zonas pantanosas ya que, al menos entre los actuales, es una cosa que suelen hacer ellos solitos. Con todo, los cazadores contemporáneos evitan cazarlos en esos medios, ya que realmente es el ser humano el que se encuentra torpe en esos lugares.

El fuego sirvió para manipular ciertos materiales inorgánicos, como el sílex, el ocre y la arcilla, y también orgánicos, como la madera, el asta o la piel. Por lo que respecta al sílex, su verdadero tratamiento térmico no apareció hasta el Paleolítico Superior (Bordes, 1969) modificando algunas características físicas (a veces el color, pero sobre todo el brillo) y sobre todo sus propiedades mecánicas, (disminuyendo su resiliencia y facilitando así su lascado o retoque), aunque se han hecho algunas referencias, poco convincentes, de algún tipo de utilización en el yacimiento achelense de Hangklip (Sudáfrica) y en los musterienses de Fontmaure y Fontéchevade (Francia). En Hangklip, un taller del Achelense Final, aparecen grandes cantidades de lascas térmicas y muchas hachas o hendedores incompletos realizados en esas lascas. A.J.H. Goodwin sugirió que los achelenses obtenían las lascas calentando bloques y enfriándolos con agua para lograr su exfoliación y fractura, sin embargo K. Oakley (1955) apuntaba que no había restos de ceniza alrededor de los bloques. En ninguno de los sitios citados la intencionalidad está clara.

También con él se procesó el ocre, utilizado desde finales del Paleolítico Medio pero sobre todo en el Paleolítico Superior (en el que se emplea como colorante en el arte, con fines estéticos en el adorno corporal –con casi total seguridad, en los ritos funerarios y en procesos técnicos como la elaboración de “mastics” o masillas para fijar los artefactos, o el curtido de las pieles). Este pigmento mineral natural está compuesto de arcilla e hidróxido de hierro, y su color varía del oscuro-negro al amarillo pasando por el rojo, dependiendo de la proporción de hidróxido de hierro. El rojo es el más raro de forma natural pero es posible obtenerlo a partir de la combustión del ocre amarillo.

Igualmente en el Paleolítico Superior y antes de la aparición de la cerámica en el Neolítico, encontramos aunque de forma excepcional en el yacimiento moravo de Dolni Vestonice múltiples fragmentos de figurillas en tierra (o en una posible mezcla de loes, polvo de hueso y grasa) cocida.

Por último, se conoce más bien poco acerca del componente orgánico de la tecnología del Paleolítico Inferior y Medio, aunque hay alguna evidencia. Cuando se quiere evitar la descomposición de la madera o se desea endurecerla, una de las mejores técnicas es la de proceder a su combustión parcial. Esto permite un modelado más cómodo de la parte externa, al quedar reducida a un estado de carbón, y el endurecimiento de la parte interna calentada pero no carbonizada, que aumenta su resistencia. Las más antiguas lanzas recuperadas proceden del yacimiento Alemán de Schöningen (Thieme 1997), de unos 400.000 años, a las que sigue, probablemente, la de Lehringen con 125.000 años (Thieme y Veil 1985), un arma de 2.40 m. de longitud elaborada en madera de tejo (muy dura ya de por sí) y trabajada con útiles líticos una vez endurecida. En la publicación del sitio de Schöningen da la impresión de que las puntas están carbonizadas, pero tal vez no sea el caso porque nada se dice al respecto (aunque se cita la existencia de un posible hogar). También se ha hecho referencia a la existencia de maderas, aunque no necesariamente lanzas, endurecidas al fuego en el sitio africano de Kalambo Falls.