jueves, 11 de diciembre de 2008

Tejido caro.

El conjunto de restos paleoantropológicos de que disponen los investigadores es, cuantitativamente hablando, rácano, rácano, además de bastante fragmentario. Es cierto que de algunas especies se dispone de más fósiles que de otras, pero desde luego siempre menos de lo que se desearía. Así no es extraño que, en ocasiones, los datos sobre ciertas características (altura, peso, capacidad craneana, canal de parto, proporciones intermembrales) varíen de unos investigadores a otros, e incluso que se discuta sobre si la variabilidad observada dentro de un hipodigma se debe simplemente a un notable grado de dimorfismo sexual o a que, por el contrario, se han incluido en él especies distintas (lo que sería una gran cagada). Yo, sin ir más lejos, me he quedado un poco atribulado después de la publicación de la pelvis esa de hembra de H. erectus (de Gona) que el otro día mencioné de pasada. Después de haberse dicho que el joven del lago Turkana podría haber alcanzado hasta 1,80 m. de altura si no hubiera tenido la mala suerte de cascar tan pronto (aunque para unos cuantos no iba a crecer más de lo que ya lo había hecho), va y resulta que la hembra en cuestión, hecha y derecha, andaría entre el 1,20 y el 1,46. Un chasco.

Una de esas cosas que se calcula, aunque no todos los días, es el índice de encefalización (EQ), comparando para ello el peso (o la capacidad) encefálico real con el peso (o la capacidad) encefálico esperado para un bicho de un tamaño corporal dado. Es simple, y es la única forma de comparar grados de encefalización de animales con tamaños diferentes. En 1983 R.D. Martin calculó los índices de encefalización de unos cuantos homínidos. La estimación del peso encefálico ideal se realizó a partir de datos referidos a primates haplorrinos (valor = 1), resultando que el chimpacé tenía un EQ de 1,2 (es decir tiene un EQ 1/5 mayor de lo que le correspondería a un primate haplorrino de su tamaño) el A. afarensis 1,3; el A, africanus 1,4; el P. boisei 1,5; el H. habilis/H. rudolfensis 1,8; el H. ergaster 1,9, y el H. sapiens 2,9. Lógicamente, quien tiene mayor superávit es el más encefalizado, y no hay duda al respecto, como tampoco (y ya se sabía) que a lo largo del proceso de hominización ha habido un incremento del tamaño del cerebro (aunque en realidad no sólo un incremento, sino también una reestructuración. Como le oí en cierta ocasión a un tipo bastante cachondo, inflar una mandarina hasta hacerle alcanzar el tamaño de una naranja no la convierte en una naranja, sino en una mandarina más grande, refiriéndose al hecho de que agrandar el tamaño del cerebro de un australopiteco hasta llegar al tamaño de un humano no lo convierte en humano).

En 1995 L. Aiello y P. Wheeler (“hipótesis del tejido caro”) repararon en que a pesar de un tamaño tan grande del cerebro y de su consecuente desproporcionada demanda metabólica, el total de la ratio metabólica basal (BMR) de los humanos está dentro del rango esperado para primates y otros mamíferos de tamaño corporal semejante. Es decir, se da la paradoja de que los humanos podemos afrontar, en términos de energía metabólica, el alto costo de nuestros cerebros más grandes sin un incremento correspondiente de BMR. Siendo este tipo de cuestiones habas contadas ¿de dónde ha salido esa energía metabólica? Aiello y Wheeler analizaron entonces los otros órganos corporales caros (en el sentido de energía metabólica que requieren: corazón, hígado, riñones, tracto intestinal, junto con el cerebro, consumen la mayor parte del total de BMR). Analizaron el tamaño esperado de esos órganos para primates no humanos de 65 kg. de peso y los compararon con los tamaños de los órganos actuales de humanos del mismo peso.

Pesos esperados y observados de los órganos para un standard humano de 65 Kg. (de Aiello y Wheeler, 1995).



El resultado se ve el la figura, con radicales diferencias entre los tamaños esperados y los observados del cerebro y del intestino humano: el tamaño más grande de lo esperado del cerebro se compensa con el tamaño más pequeño de lo esperado del intestino.Así que la forma de conseguir esa energía suplementaria para desarrollar y alimentar el cerebro habría sido detraerla de otro órgano, en este caso el intestino. Para poder mantener una tasa metabólica como Dios manda (con un nivel de nutrición adecuado) con un intestino más pequeño habría que desarrollar una estrategia alimentaria basada en el consumo de productos de alta calidad y digestión rápida (nada de hierbecitas) que no supongan un gasto energético excesivo, y esa dieta habría supuesto, en la línea argumental ya había planteado Milton en 1984, el consumo de carne, de grasa y de determinados productos vegetales menos ubicuos o fáciles de encontrar. Dándole la vuelta a la cosa, un cambio en la dieta hacia el consumo de carne habría propiciado una reducción intestinal y la energía sobrante habría posibilitado el proceso de encefalización.