viernes, 11 de julio de 2008

De menú… “Chapulines al ajo" y “Hormigas culonas”.


Dice Lisa Monachelli que cada año nos zampamos de media “medio kilo de insectos” por barba o bigote depilado sin querer o sin saberlo, que entre nosotros viene a ser más o menos lo mismo. En general es difícil reparar en ellos, pero ahí están, exprimidos en los zumos de fruta (5 o más drosophila por cada cuarto de litro), reducidos a trocitos (60 o más en 100 gr. de chocolate, 150 en 100 gr. de harina de trigo, 925 en 10 gr. de tomillo, y no voy a decir nada de las mermeladas, la salsa de tomate, el brócoli, el lúpulo, y el tal y el cual) o en forma de extracto (como el de la cochinilla) para dar color a comidas, bebidas o barras de labios.

En el año 2001 el 80% de las proteínas incorporadas a la dieta por algunas poblaciones de la provincia de Kasai Occidental, azotada por la guerra civil en la República Democrática del Congo, provenía de insectos, en especial del “dondon”, la larva de un gorgojo de las palmeras (del género Rhynchophorus). El gobierno se planteaba entonces poner en marcha una forma de ganadería, similar a la desarrollada por los Nukak en la amazonia colombiana, para criar rollizas larvas de ese gorgojo y alimentar a la gente. Quizás lo hayan hecho ya, quizás hasta tengan denominación de origen, y si es así quizás ya no quede ni Dios en Kananaga, no lo sé.
Fisiológicamente la “entomofagia”, la ingesta intencionada de bichitos de esos, se justifica por la cantidad de calorías que aportan, y está bien documentada a partir de los trabajos de Franz Bodenheimer (para quien, por cierto, el maná del que se alimentaron los israelitas en su peregrinaje de 40 años pudo ser una excreción cristalizada del azúcar excedente de un insecto que habita en la península del Sinaí).
Psicológicamente es otra cosa. Un plato de 100 gr. de termitas africanas proporcionará el doble de proteínas y el triple de grasas que una hamburguesa del mismo peso (y además es más fácil reparar en que entre ellas no hay ningún diente de roedor o el índice –dedo- de alguien que se lo rebanó despistadamente), pero para un occidental normal (y ya se que eso de normal es relativo, pero en fin…, hoy que parece que la cosa también va con las cifras, consideraremos normal a aquel que se sitúa entre un poco para aquí y poco para allá de la media aritmética), para un occidental medioaritmético, decía, un plato de insectos en la mesa –y no me refiero a una ensalada con mosca- no parece que venga a considerarse una comida demasiado apetitosa. Bien es cierto que, como la comida también tiene una función de identificador social –ya lo indicaron Howell y Loeb en su libro “Nutrición y envejecimiento”- y el hecho de comer determinadas cosas puede transmitir el mensaje de pertenecer a un nivel económico o social distinguido (o lo contrario), saborear unos “Escamoles a la mantequilla negra” (con cáscara supongo) en Vancouver, Los Ángeles o Paris empieza a producir una enorme satisfacción entre algunos de nosotros porque, aunque sea misión imposible prepararlos rotos hasta para el 007 (hablo del agente), no tengan yema que untar con pan y no quede bien acompañarlos de un buen trozo de chistorra frita o presentarlos sobre un lecho de patatas a lo pobre, te salen por un pico, una pseudoesfericidad que diría el HAL9000. Y hablo de escamoles, ojo, que bien pensado no me viene muy al pelo el plato porque qué diferencia habrá entre comerse los huevos de la hormiga liometropum apiculatum, los de esturión o los de gallina. Quizás para producir naúseas me hubieran venido mejor los gusanos de maguey, aunque bien mirado entre un gusano de esos y un langostino… no sé.

Ese mismo año, el de 2001, Lucinda Backwell y Francesco d’Errico publicaron un artículo, Evidence of termite foraging by Swartkrans early hominids, que como bien clarito dice el título iba de unos tíos que habían vivido unos kilómetros más “abajo” (del Congo) un porrón de kiloiiieearrs antes, y que habían comido termitas. En niveles del paleolítico inferior de los yacimientos sudafricanos de Swartkrans (miembros 1 a 3, de 1.8 a 1.1 M.a) y de Sterkfontein (miembro 5, entre 1.7 y 1.4 M.a) hacía tiempo que se había registrado la presencia de huesos modificados que representaban las evidencias más antiguas conocidas de industria ósea, tal y como luego también se ha observado en Drimolen. A finales de los 80 y principios de los 90 C.K. Brain y P. Shipman aplicaron análisis microscópicos al estudio de algunos de esos huesos de Swartkrans y de Sterkfontein, y aunque no realizaron comparaciones con modelos de desgaste producidos por procesos naturales (que pudieran conducir a modificaciones similares a las antrópicas), o con modelos de desgaste producidos por otras posibles alternativas funcionales, concluyeron que se habían utilizado para extraer tubérculos de la tierra. El estudio de Backwell y d’Errico ofrecía una aproximación al asunto distinta para asegurar el verdadero origen de los patrones de desgaste observados en esas piezas. El análisis macro y microcópicos de los mismos, así como de “pseudo útiles” de hueso producidos de forma natural por procesos taxonómicos conocidos, y el uso experimental de réplicas confirmaban el origen antrópico de las modificaciones, pero los análisis eran sugestivos de que esas piezas habían sido utilizadas para hacer agujeros en los termiteros, y no para extraer tubérculos. Esos homínidos ofrecían un modelo de comportamiento que incluía una cultura material de útiles de hueso que había perdurado durante mucho tiempo y que proporcionaba un fuerte soporte al papel que pudieron jugar los insectos en su dieta. ¿Pero qué homínido era ese? Pues no es fácil identificar al responsible, pero tal vez fuera Paranthropus robustus. Las evidencias directas le dan una ligera ventaja frente a Homo (en Swartkrans y en Drimolen la mayoría de restos de homínidos son de aquél), y hay otra indirecta que podría apoyarla y que proviene de análisis dietéticos basados en isótopos de carbono. Los Paranthropus se han considerado vegetarianos, pero análisis isotópicos han demostrado que presentan una significativa proporción de carbono procedente de plantas tipo C4 (en las que el primer compuesto orgánico fabricado en la fotosíntesis tiene 4 átomos de carbono, frente a las plantas tipo C3), indicativo de un componente proteínico. Esto también se observa en los restos de Homo, pero como indicaban Backwell y d’Errico ese carbono de plantas C4 pudo ser proporcionado por comer herbívoros pastadores o también por termitas comedoras de hierbas ¿y si los parantropos eran sólo vegetarianos, entonces? Concluían que sólo una detallada caracterización de los marcadores isotópicos de las diferentes especies de termitas podía establecer si sólo uno o ambos de esos homínidos eran los agentes de esa práctica. En cualquier caso está claro que lo de comer bichitos de esos es algo viejo.

Y este colgajo viene a cuento de que con la actual crisis alimentaria “loschochograndes” han perdido una ocasión fantástica para tener un gesto. Esa cena, “Bendiciones de la Tierra y el Mar” se podía haber quedado sólo en lo primero, con unos buenos “Chapulines al ajo”, “Hormigas culonas” y “D. dondon black label”. Por cierto, no busqueis “D. dondon black label”, me lo he inventado, claro. Para los que tienen hambre es simplemente “dondon”.