lunes, 16 de junio de 2008

Por acabar los colgajos del fuego..., creo.


En el colgajo anterior se han presentado los datos arqueoloquicos de que se puede disponer (puede faltar alguno) a la hora de intentar elaborar, o más bien esbozar, la historia del inició de la relación del hombre con el fuego. El fuego puede ser usado sin necesidad de producirlo, y en ocasiones no podemos distinguir los rastros de las combustiones naturales de las antrópicas. Con estas premisas intentar responder cuándo el hombre usa el fuego y si lo conserva o lo produce es difícil. Además es evidente que para dar respuesta a la segunda cuestión podemos ir olvidándonos de los artefactos que pudieron servir para su producción autónoma, ya que es claro que los registramos muy tarde en los depósitos arqueoloquicos; seguramente mucho después de que empezaran a ser utilizados y de que esa relación se diera.

Dado que el fuego es una reacción química que puede darse de forma natural, y como quiera que de ella se derivan una serie de consecuencias inmediatas que antes o después hubieron de ser percibidas como útiles (calor y luz) por el hombre sin necesidad de indagar en la naturaleza del fenómeno, éste elemento pudo ser “capturado” y mantenido por nuestros primitivos ancestros, quienes posteriormente desarrollarían las técnicas para generarlo por sus propios medios. Seguramente nadie pone en duda que “antes de que el hombre pudiera utilizar el descubrimiento accidental de que ésta o aquella acción conducía al fuego, habría requerido de alguna experiencia en su manipulación, y que ésta sólo la habría obtenido a través del aislamiento y el control de un fuego de origen natural”, (Oakley 1955), de manera que es muy probable que los primeros usuarios paleolíticos del fuego no fueran creadores del mismo, sino que recogieran este preciado elemento de catástrofes naturales, y lo conservaran, lo que ya pudo ser un problema. Si grupos tecnológicamente más avanzados (griegos, romanos, o las mismas poblaciones rurales europeas hasta una época próxima a la actual) se han preocupado constantemente para conservar el fuego vivo, tanto por razones prácticas como por razones ideológicas, parece legítimo pensar que los grupos prehistóricos, al menos por motivos prácticos, tuvieran las mismas preocupaciones.

El problema paleoantropológico a la hora de trazar la historia del fuego como una herramienta es pues, y principalmente, de índole tafonómico, e implica reconocer cuándo las evidencias de antiguos fuegos indican un control humano y cuándo un origen natural. La cuestión es compleja y las posturas encontradas. Hablando de una investigación en términos generales, de lo que se trata, o lo que desea, es decidir si una situación dada resulta cierta a la luz de la evidencia muestreada, o cuál de entre un número de situaciones encuentra el mejor apoyo posible con las evidencias de que disponemos. En ocasiones tal toma de decisiones implica riesgos, y en relación a discenir entre fuegos naturales y fuegos antrópicos el asunto podría concretarse en: ¿Qué riesgo se está dispuesto a correr en tomar la decisión incorrecta?

Recurriendo a una metáfora estadística podríamos plantear la cuestión considerando como hipótesis nula que los fuegos son naturales (no homínidos en origen), es decir, que la evidencia observada es la que cabría esperar bajo condiciones naturales. La hipótesis alternativa sería que las ocurrencias de combustión son homínidas en origen, y aunque estamos bien seguros de que hay ocasiones en las que la hipótesis nula debe ser necesariamente rechazada, también observamos que se dan otras en las que no sabemos cuándo se debe rechazar esa hipótesis.

Una regla científica convencional de decisión es hacer que la probabilidad de rechazar falsamente la hipótesis nula (error de tipo I) sea muy pequeña, con objeto de evitar rechazar la hipótesis nula cuando es verdad. Sería el caso de rechazar la hipótesis nula y aceptar la hipótesis alternativa, es decir, que un fuego no se debe a un agente natural, sólo si, por ejemplo, observáramos que la evidencia consistiera en la concurrencia en el espacio de un hogar estructurado que contuviera en su interior cenizas, carbones, huesos y útiles quemados, piedras craqueladas y que se encontrara a su vez en el interior de otro espacio estructurado en el que se observaran áreas de actividad humana a su alrededor. Eso sería, desde luego, bastante, pero bastante contundente.

Pero claro, que la probabilidad de rechazar falsamente la hipótesis nula sea muy pequeña aumenta la probabilidad de no rechazarla cuando es falsa (error de tipo II), aunque también puede ser resultado de ejercitar la opción de suspender el juicio. Es decir, podríamos llegar a aceptar la hipótesis nula, según y siguiendo con lo que hemos dicho, si aparecieran carbones, huesos y útiles quemados dentro de un espacio estructurado con áreas de actividad, pero sin hogar, etc. Seguramente casi todos pensarían que estabamos en un error. Aquí acabamos de toparnos con el verdadero problema: ¿qué condiciones validan la hipótesis nula o la rechazan por la alternativa?

Hay algunos investigadores (Peters 1989) que consideran que no encontrar la evidencia que implique convincentemente a un agente homínido como responsable (porque puede haber dudas razonables) no ha de conducir a que aceptemos la hipótesis nula de un origen o agente natural del fuego. Entiende Ch.R. Peters que ejercitar esta opción puede ser especialmente útil cuando muchas de las evidencias no determinan claramente la ocurrencia de un fuego por sí mismo. Algunos de los hechos que a veces se presentan son ciertamente circunstanciales (por ejemplo algunas combustiones en el interior de cuevas) pero es posible que algunas explicaciones en orden a que puedan ser el resultado de fuegos causados por fenómenos naturales (se ha mencionado a los relámpagos), también se antojen circunstanciales e incluso que, como indica H.T. Lewis (1989), todas las evidencias arqueológicas lo sean. No estamos seguros de que le falte razón cuando indica que “como pasa en toda ciencia, es la probabilidad de la posibilidad de los acontecimientos lo que nos concierne”, de lo que podría derivarse que la probabilidad de que los carbones en el interior de una cueva representen fuegos hechos por el hombre puede ser infinitamente más grande que la de que representen fuegos causados por relámpagos, pero tampoco parece imposible que eso haya podido ocurrir. Tal vez no sea un hecho frecuente, pero frecuencia y probabilidad no son lo mismo, y la escala temporal en la que nos manejamos es tan grande que por qué no ha de posibilitar hechos poco frecuentes. E.N. Lawrence (1955), en un trabajo sobre el microclima de las cuevas, indicaba que durante una tormenta uno de los exploradores de la Henne-Morte (la red Félix Trombe-Henne Morte es una red mítica conocida por los espeleólogos del mundo entero; sus 1.000 metros de profundidad y sobre todo sus 104 km de galerías, pozos y salas, hacen de ella la más larga red de Francia y seguramente una de las cavernas más complejas del planeta) fue alcanzado por un rayo a una profundidad de 200 pies, es decir, a casi 71 metros. Se ha observado que durante las tormentas las cuevas “respiran hacia fuera” como resultado de la caída de la presión atmosférica. Esa oleada hacia exterior del aire de la cueva puede verse favorecida por el aumento de la temperatura alrededor de la embocadura, y la convección atmosférica ayuda a extender esa columna ionizada hacia las nubes de la tormenta, con lo que las descargas eléctricas pueden ir dirigidas a la entrada de la gruta.

Por otro lado, y volviendo a la crítica del razonamiento de Lewis, entendemos que no se está aplicando una explicación de pocas probabilidades de posibilidad para rechazar de forma sistemática una serie numerosa y reiterada de situaciones, lo que sí sería cuestionable, sino para dar cuenta de casos, muy pocos, en los que el tipo de prueba o las características del contexto generan dudas razonables. Esto creo que debe tenerse en cuenta, y también que tales supuestas evidencias que no deberían ser resueltas aduciendo probabilidades de poca posibilidad se convierten entonces en “islas” en el espacio y en el tiempo que automáticamente generan una situación que, recurriendo a la lógica, es difícil de explicar: ¿Por qué hay semejante laguna en el registro si la utilización del fuego se dio tan pronto, tanto como hace 1.5 M.a? Esto es especialmente aplicable al caso de África.

Por resumir mi opinión sobre esas “islas” africanas diré que, como ocurre en otros ámbitos de la investigación, la cuestión es si realmente sabemos lo que creemos saber o si ciertas interpretaciones tienen algo de cogido por los pelos o aun de sensacionalistas. En ausencia de estructuras y dado el carácter de algunas de las evidencias, la explicación más plausible (evitaré lo de parsimoniosa, jejeje) para, por ejemplo, los terrones rubefactados o las arcillas y las piedras quemadas de los yacimientos del este de África, es considerarlos producto de incendios naturales o de la actividad volcánica (la formación basáltica de Chesowanja se encuentra a 200 m. del sitio donde se encontraron los terrones quemados). Además, ninguna evidencia de fuego ha sido registrada en la importante investigación llevada a cabo en la Garganta de Olduvai, en Tanzania. Marcas de cortes en huesos y actividades de carnicería registradas no están acompañadas de huesos quemados. Esta evidencia negativa parece sugerir que aquellos homínidos, de entre 2 y algo menos de 1.5 M.a. no usaron el fuego y pone en cuestión la supuestas evidencias de otros yacimientos del Africa oriental del Pleistoceno Inferior. Por lo que respecta a Swartkrans, la experimentación llevada a cabo nos parece muy reducida (un caso por rango); la serie arqueológica sometida a análisis químico también (10 casos); y que la consideración de las temperaturas alcanzadas se infieran en el color y los cambios estructurales de un lote nada fácil de analizar un riesgo. No parece imposible la combustión de sedimentos en el interior de cuevas sudafricanas (ya se mencionó en Makapansgat) y, con ello, el porcentaje de piezas que supuestamente están alteradas por fuego (un 0.4%) se nos antoja muy bajo para afirmar, como se hace, que “el uso del fuego fue un fenómeno recurrente” en ese sitio.
La producción del fuego para su uso regular se constituyó en un paso decisivo, en una “mutación primaria” en el comportamiento humano. El fondo técnico para producir este cambio es desconocido, pero los humanos ya habían aprendido a elaborar útiles líticos y los usaban en accciones de percusión, serrado y perforación por rotación; afilaban la madera y utilizaban técnicas del trabajo como el aserrado con maderas duras; modificaban y usaban el bambú y aplicaban cierta tecnología del hueso. De esto podría seguirse que cualquiera de esas capacidades podría haber sido transferida a producir y usar el fuego por procesos de “mutación cruzada”, de ”sustitución” o de “translación”.
La regularidad con la que los hogares acompañan las industrias del Paleolítico Medio y Superior no dejan dudas de que los neandertales y los cromañones fueron productores del fuego, y que contarían con dispositivos al efecto como parte de su equipamiento esencial, pero decir que apenas disponemos de un conocimiento seguro sobre el equipamiento del hombre paleolítico para obtener fuego puede que sea de un optimismo exagerado. Es un gran inconveniente la gran pobreza de materiales de los que se dispone para conocer los métodos de producción del fuego en la prehistoria paleolítica, aunque a través de la etnografía sabemos que existen varias técnicas básicas, con algunas variantes, que sí constatamos arqueológicamente a partir del post-glaciar. En buena lógica cabe suponer que ese conocimiento se enraizaría en el Paleolítico y que en algún momento las excavaciones nos proporcionarán pruebas más directas (por otra parte, la experimentación es el único medio de redirigir un cierto número de falsas ideas ampliamente extendidas entre el gran público y la literatura científica, particularmente entre los arqueólogos y los prehistoriadores), y es posible también que los medios de obtener fuego se descubrieran muchas veces durante la larga prehistoria de la humanidad, y que se perdieran durante largos periodos.

En resumen, y por no descartar ningún dato, considero concebible que antes del Pleistoceno Medio hubiera experimentaciones ocasionales o manipulaciones discretas de fuegos naturales (Koobi Fora o Chesowanja, por ejemplo, donde hay áreas discretas quemadas). Sin embargo su escasez (junto con el hecho de que la gran mayoría de sitios de Paleolítico Inferior con un registro bien conservado cubren un considerable período de tiempo –entre 2.5 y 0.4 M.a.- y carecen de rastros firmes de la manipulación del fuego) hacen más plausible que esos residuos en forma de piedras y parches de tierra quemados en esos escenarios pirogénicos excepcionales fueran causados por fuegos naturales. Alternativamente, esos ejemplos podrían ilustrar casos discretos de un uso oportunista del fuego, que no se consolidaría todavía ni en un repertorio tecnológico, ni en una dependencia regular de su uso ni en un aprendizaje de su producción. Su producción, que en mi opinión queda puesta de manifiesto por la aparición recurrente en el registro arqueológico de evidencias de especial valor: los hogares (los hogares no son datos ambiguos, los demás son circunstanciales, de manera que sería posiblemente un error regirnos más por la cantidad de rastros de combustión aparecidos en un sitio que por el carácter de los mismos), y que estimo que se da entre hace 0.40 y 0.35 M.a. (más cerca de la fecha más reciente, probablemente), constituye una mutación tecnológica destacada y sugiere que se trata de un evento puntuado. Una vez integrada en el repertorio conductual humano sus aplicaciones se amplian. Sus repercusiones más allá de la subsistencia fueron enormes, y como otros desarrollos tecnológicos básicos pudo adquirir una dimensión simbólica.
Y con esto creo, Memecio, que ya he votado.