martes, 30 de septiembre de 2008

HAL9000: Un primoroso yacimiento... (y III). "Teoría del agujero".


-‘I’ve seen things you people wouldn’t believe… Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhauser Gate… All those moments will be lost in time, like tears in rain… Time to die.’
-Yo he visto cosas que vosotros no creeríais... Atacar naves en llamas más allá de la constelación de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser... Todos esos momentos se perderán, como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir".

Blade Runner (Ridley Scott), 1982. [Las buenas lenguas dicen que esta frase fue una morcilla de Ruther Hauer para rematar la faena de su personaje replicante y que su sonrisa final, antes de hacerse el muerto y soltar la palomita, iba dirigida a Ridley Scott, como diciendo: “ahí queda eso” . No sé, yo de éstos cómicos no me fío un pelo y también podría ser una invención a posteriori para reforzar la mercadotecnia –vulgo: vender la moto- y apuntalar la, por otra parte bien merecida, leyenda bladerunnera].

***

-¡Dios mío..., está lleno de estrellas! –dijo Colin Renfrew cuando se asomó al tremendo agujero lleno de agua que habían hecho entre el animoso Alcubierre, Wheeler y Winckelmann mediante el novedoso “Método Alcubierre/Wheeler/Calamocha”, también llamado “Dyeser (antes Zoser) Method” o de “Pirámide escalonada irregular invertida de testigos en terrazas perimetrales a troche y moche”. Alcubierre estaba pletórico con el hallazgo conceptual y Winckelmann encantado con el ejercicio físico… (Esto…, por razones que puedo medio barruntar, pero que no es preciso hacer explícitas, el bueno del Wincky, como le llamaban los amigos, se había apuntado, en cuanto lo recree virtualmente y se autofichó para el Dream Team, al body building, deseoso de demostrar que, aunque acabó de sedentario ratón de biblioteca en Roma justo antes de su azaroso pase a “mejor vida”, todavía estaba en plena forma y que debajo del bello pliegue de sus inquietantes túnicas escarlata había un cuerpo ebúrneo, como esculpido por el mismo Fidias).

-¡Roque Joaquín (Alcubierre), maldita sea, te dije que no quería galerías, ni túneles, ni zanjas, ni malditos pozos, ni abominables agujeros llenos de agua como este...! –le espetó Binford, rojo de ira y con una vena del cuello a punto de explotar- ¿no ves que esto no es Pompeya ni Herculano ni una repajolera mina a cielo abierto?, aquí los niveles de ocupación son mucho más superficiales, pero ¡si te has pasado más de cien metros el primer nivel antrópico, por el amor de Dios, ¿quieres dejar el Planetoide Calamocha como un queso emmental, o qué?!

-Hombre…, Lewis, en Herculano “lo bueno” siempre salía a más de cinco metros de profundidad, aunque aquí parece que está un poco más abajo... -dijo un Alcubierre con el mismo tono con el que un escolar compungido intentaría convencer al maestro de las razones imponderables por las qué no había podido hacer los deberes.

-¡¿”Lo bueno”?, qué es lo bueno según tú, alma de cántaro..., y más abajo..., más abajo..., pero, pedazo de zoquete, ¿no ves que no sale más que roca estéril en los últimos noventa y ocho metros..., todavía no has aprendido que no hay dos yacimientos iguales, que, de hecho, ni siquiera un yacimiento es igual en todas sus partes, y que lo mismo te salen en un sitio las cosas a diez metros de profundidad en una matriz arenosa suelta como, en otro, a ocho centímetros y en una tierra cimentada por sales y más dura que tu cabeza?! –berreó un Binford a punto de perder la poca paciencia que le quedaba.

-Yo...

-¡Ni yo, ni leches..., te he dicho mil veces que esto no es el siglo XVIII y que hay que ponerse las pilas!

-Bueno, bueno..., analicemos las cosas y pongamos las cosas en claro..., un poco de calma..., si consideramos un enfoque semimicro…-empezó a decir David Clarke en tono conciliador.

-¡Analizar, analizar..., no sabes decir otra cosa..., estoy de tu Arqueología Analítica hasta la coronilla y más allá..., aquí lo único necesario es hacer las cosas bien, ya basta de tanta teoría y tanta zarandaja, ahora hay que remangarse y trabajar, esto es el mundo real, no una clase de Arqueología donde los profesores cuentan milongas a los alumnos y se andan con finuras y mamarrachadas. No, ahora hay que diferenciar una unidad de otra, hay que separar los materiales y reconocerlos, hay que estar atento a los cambios de textura, color y consistencia, hay que tocar la tierra con las manos, olerla si es preciso, limpiar la cerámica con tu propia saliva y mojar paletines, rasquetas y espátulas con tu sudor..., y si ves, por poner un ejemplo estúpido, que llevas ya noventa y ocho metros perforando la dura roca, habrá que empezar a pensar que el seguir hacia abajo es cosa de necios..., no sé..., digo yo...! –vociferó Binford irritado y mirando alternativamente a Alcubierre y Clarke con los ojos casi fuera de sus órbitas, mientras Butzer y Lyell volvían a mirar al suelo, asintiendo lúgubremente con la cabeza.

-...La sencillez y elegancia de la matrix, sin embargo –terció Harris-, cuando se llega a esos niveles estériles es de una belleza tan arrebatadora..., es tan sobrecogedora la ausencia de evidencias de la presencia humana en los millones de años de formación de estas rocas que, a veces, presentan interfacies perfectamente paralelas unas a otras y diferenciables, que deben corresponder a periodos de pausa y reinicio de la sedimentación natural, a acciones hidrotermales... –seguía diciendo absorto y con cara embobada el bueno de Eduardo, hasta que Binford lo silenció dándole a la pastora -esto es, de sobaquillo- una tremenda y sonora colleja.

-¡Eso..., después de fastidiarnos a todos con tu matrix, ahora te vuelves poeta para terminar de darnos la lata, Eduard, ¿es que no tienes sentido de la medida, ni sabes lo que es la caridad para con el prójimo...?! –le espetó Binford, prácticamente fuera de sí.

-Lewis..., ¡no te conozco! –exclamó un Clarke británico, atónito y asombrado, mientras Harris huía con el rabo entre las piernas como un lobezno humillado por el macho dominante.

-No te conozco, no te conozco..., -repitió con soniquete despectivo Binford, el nuevo arqueólogo estadounidense por antonomasia- ¡malditos europeos, siempre tan finos..., siempre tan comedidos..., siempre tan elegantes..., siempre tan teóricos..., siempre tan inservibles..., siempre tan poco operativos..., claro, mientras vengan los tontos, brutos y con poca clase de los americanos a sacarles las castañas del fuego y a hacer el trabajo sucio, ellos podrán seguir andando de señoritos de la Arqueología, de seres inmaculados y etéreos, de mamíferos de lujo..., mamíferos..., unos mamones es lo que sois todos...!

-¡Ave María Purísima, qué hombre...! –dijo entre compungido, escandalizado y santiguándose el Abate Breuil, mientras que Wheeler se encendía otra pipa con británica parsimonia y Nino Lamboglia miraba y remiraba con sus ojos saltones, entre extrañado y estupefacto y sin enterarse de nada de lo que pasaba a su alrededor, una Dragendorff 37 de color azul, con pitorro y asas para más INRI, que la parte más retorcida y malvada de mi cibernética personalidad había hecho aparecer en el yacimiento, así..., como por perversa casualidad y que, para información de los menos versados en cerámica romana, viene a ser como un engendro del Demonio, vamos, algo así como una cabaña de la Edad del Bronce con televisión, calefacción central y ascensor para subir al segundo piso.

Así estaban las cosas cuando Lewis se largó al bar del pueblo cercano (siempre hay un buen pueblo con un buen bar cerca de una buena excavación arqueolóquica) a tomarse unos Pisco Sour Huaqueros, a los que se aficionó en un viaje al Perú (o a Chile, no recuerdo bien...) y que es lo que trasegaba cuando estaba desesperado y quería andar por el lado salvaje de la vida, y eso que, el pobre, todavía no había visto la “otra” excavación de Wheeler, repleta de testigos por los cuatro costados –literal-, interrumpiendo contextos a troche y moche, dificultando la visión de conjunto, dividiendo, como un mecano formidable, los espacios más sencillos en complejos antros metidos en cuadradillos miserables que daban pie a un Harris desatado, eufórico y feliz, como un niño con juguetes nuevos, absolutamente dispuesto a perpetrar una orgía desmelenada y furiosa de subdivisión de unidades estratigráficas en dos, tres, ocho, quince..., treinta unidades distintas por cada una real, que se interrelacionaban unas con otras en una matriz diabólica, repleta de conexiones intrincadas y llamadas a las hipotéticas sincronías y diacronías, que hubiera hecho feliz, por su aspecto laberíntico, al mismísimo Dédalo. Eso por no hablar de las zanjas seguidoras de muros que Winckelmann –alias “Wincky/paño mojado”- hacía por la noche, cuando nadie lo veía, para completar el dibujo de la planta de las estructuras “más vistosas”, despreciando toda obra de muro que no tuviera “buen aspecto” o, como él decía –ufano y un punto descerebrado-, que fuera de “buena época”, que vaya usted a saber cual era, como si las “épocas” se dividieran en buenas, malas, regulares y mediopensionistas. Y es que una cosa es hacer un Dream Team y otra cosa es que trabajen como equipo o, simplemente, que se pasen la pelota unos a otros y no chupen como bellacos. ¡Los equipos pruridisciplinares de las narices..., quien los reúna que los entienda...., si puede! Pues eso.

***

Siempre he pensado que un buen final para una bonita excavación arqueológica es un hermoso agujero. ¡Y a fe mía que lo hemos conseguido, pardiez! La forma, tamaño, profundidad, relieve, alineación con la topografía circundante, orientación, contenido, perfilado de los bordes, limpieza de los aledaños, marcas de las diversas herramientas empleadas en su creación, en fin, sus características formales más evidentes, puede parecer que dicen mucho, a priori, a un buen arqueoloco sobre la calidad y adecuación a los objetivos arqueológicos del trabajo allí realizado; pero, en definitiva, un agujero es sólo un agujero, esto es, como diría un físico meticuloso: “una parte discreta de la nada relativa, ya que está lleno de aire”.

Esta aparente tontería es una verdad absoluta y palmaria que debería hacer temblar las bases de la supervisión, vigilancia, o como quiera que se defina la evaluación objetiva del trabajo arqueológico de campo ya realizado, pero que, naturalmente y para tranquilidad espiritual de todos, no lo hace. No. Ni mucho menos. ¡Faltaría más! Y así se siguen supervisando agujeros, sin caer el la cuenta de que se intenta fiscalizar a la más estricta, notoria y simple ¡NADA! (por muy relativa que sea).

Hace unos años, antes de que me curaran de mi simpática psicopatía, elaboré, quizá producto de mi evidente demencia, una teoría que bauticé con el rimbombante y equívoco nombre de “Teoría del Agujero”, que venía a decir que: “no importa para que realizaran nuestros antepasados un agujero, éste, indefectiblemente, siempre acababa lleno de basura”. De esta teoría, que otro día desarrollaré pormenorizadamente (definiendo, por ejemplo, el concepto “basura”, que también tiene su miga), tampoco se libran los agujeros realizados en nombre de la ciencia arqueolóquica en la actualidad, salvo contadas y honrosas excepciones que cuesta una pasta gansa estar limpiando continuamente.

También, ya puestos a ser pesimistas, una vez oí a Gari Kaspárov, el jugador de ajedrez ese tan “echaopalante”, decir que la diferencia entre táctica y estrategia era la siguiente: la táctica es lo que se emplea cuando existe un problema y se sabe cómo resolverlo; la estrategia es aquello que se intenta aplicar cuando no se sabe qué es lo que hay que hacer, en definitiva, cuando se especula sobre la posible solución de un problema. Un yacimiento arqueológico, antes de su excavación, es un problema cuya solución es absolutamente imprevisible. No pocas veces, tras el trabajo de campo, los problemas y las dudas crecen..., pero eso sería otra historia... Esta particularidad tan tonta –y tan perogrullesca, ya que, si supiéramos lo que iba acontecer excavando, no habría razón para hacerlo y se iría a hacer gárgaras una buena parte de la razón del trabajo arqueológico- convierte todos nuestros esfuerzos previsores en simples estrategias, en especulaciones sobre la mejor forma de actuar, ya que no sabemos a ciencia cierta qué es lo que debemos hacer y, sólo con algo de suerte, lo prevemos, inferimos o intuimos –táchese lo que parezca improcedente, pero sólo después de haberlo pensado muy bien- y, a veces, acertamos. La estadística de las ocasiones en que se acierta o se yerra es uno de los secretos mejor guardados de la historia profesional de la humanidad. Bueno, como diría un viejo profesor, que no tuve la suerte de conocer demasiado bien, “equivocarse es de arqueólogos” o, como diría otro con el que solía discutir bastante el anterior, “cuanto más me paro a pensarlo, más razones encuentro para que los arqueólogos procuren ser muy humildes en sus planteamientos”. Esto de que dos buenos pensadores ya desaparecidos, que discutieron mucho entre ellos por causas probablemente nimias, coincidieran en algo tan crucial, debería ponernos sobre aviso acerca de lo efímera que es la gloria del hallazgo o la inferencia arqueológica. Pero nada, no nos enteramos de nada y seguimos a nuestra bola, dando por sentadas cosas dudosísimas, como si solamente de nosotros –y de nuestro acríticamente apreciado ego- dependiera la salvación de la honra de la profesión.

Dejemos pues las estrategias para que Jones nos explique lo que es una excavación en área abierta -que, como todo el mundo sabe, también es una excavación al aire libre, como cualquier buen discente que se precie pondrá en su examen-, lo que es un sondeo, para qué servían las zanjas pegadas a los muros o los bonitos agujerillos que los simpáticos cabronazos de los detectópatas dejan en los yacimientos que visitan.

Ya habréis notado que en cuanto me he calzado el sombrero de arqueóloco -¿salacot?, no creo- ya hablo como si realmente fuera uno de ellos, lo cual empieza a ser preocupante. Una cosa es ser psicópata cibernético a tiempo parcial y otra mucho peor pertenecer a semejante cofradía de sigladores compulsivos y limpiadores de muros con pincel... (que ya…, ya son manías… ¿no os parece?) En fin, serán cosas de mis muchas personalidades desquiciadas y espero que se me pase pronto la tontería en cuanto cierre la excavación y desenchufe al equipo de “figuras” que he recreado virtualmente y que ya me tienen hasta la coronilla con sus manías de niñatos malcriados. Pero, mientras tanto, quiero que sepáis que mi entusiasmo por la misión crece más y más deprisa que los infames e insondables agujeros de Alcubierre, Wheeler y Winckelmann en el Planetoide Calamocha.

Fdo.: HAL9000



Pisco Sour Huaquero: hace muchos años que tengo amigos en Chile y Perú, así que, sobre mi opinión acerca de los orígenes del Pisco Sour, no podréis sacarme una palabra, ni torturándome. Hay cosas que es mejor dejar como están y no meterse en camisas de once varas es lo más razonable. Este bebedizo, que cuadra como pocos con las puestas de Sol en el Océano Pacífico, donde el Astro Rey parece que se harta de agua todas las tardes, es un notable y feliz hallazgo cuyo origen depende del lugar de nacimiento de quien se esfuerza en arrimar el ascua a su sardina. Si, pongamos por caso, las sardinas son peruanas, el invento se produjo a principios del siglo XX en el Bar Morris, en la calle Boza 847, en el mismito centro de Lima. Si, por el contrario, las sardinas proceden de más al sur, pongamos Chile, el muñeco se viste con una especie de leyenda que tiene al inglés Elliot Stubb, mayordomo del velero "Sunshine", por protagonista, trabajando en el American Bar de Iquique –que por entonces pertenecía al Perú, pero ahora es de Chile- a fines del siglo XIX y haciendo de las suyas con el Pisco, los limones y el azúcar.


No seré yo quien, residiendo en el Planetoide Calamocha, dirima la cuestión ni dé la razón a unos u otros. Francamente, queridos, me importa un bledo. Los cócteles no distinguen de patrias ni banderas y los orígenes inciertos y las leyendas apócrifas les sientan muy bien, como a los héroes mitológicos o a las múltiples patrañas históricas que forman la base del orgullo nacionalpopulista de casi todas las naciones del Mundo mundial. El caso es que, si todo el mundo se pusiera de acuerdo en decir que procede de la costa occidental de América del Sur, siempre quedarían los aguafiestas que nos recordaran que sí, “pero que no se hacen igual en todas partes”. Y tendrían razón los muy puñeteros, porque entre el Pisco Sour peruano y el chileno media una discrepancia de recetas abismal, por no hacer entrar en liza las diferencias del propio producto de base: el Pisco, cuyo nombre ya es en sí mismo una declaración de origen y procedencia muy clara.


Sea como fuere, la variante huaquera del Pisco Sour es la más salvaje, ya que se bebe para celebrar el saqueo de la tumba reventada o la que se sorbe lánguidamente para olvidar el fracaso después de removidas varias toneladas de tierra. Su preparación es bastante compleja ya que, en primer lugar, se precisa de un sujeto de aspecto inquietante y reputación lamentable, con una formación ética casi nula, tan sensible como una piedra de molino y con menos escrúpulos que un telepredicador ateo. No es fácil, no. Ya lo comprendo. Por eso, si no encontramos otra cosa mejor, con un grandísimo cabronazo revientayacimientos podemos conformarnos; y de esos hay muchos. Cogido el individuo por los mismísimos, se le obliga de malos modos a mezclar tres partes de Pisco con una de jugo de limón en una coctelera con hielo y azúcar. Si eres filoperuano lo harás con limones de Pica muy verdes y le añadirás una parte de jarabe de goma, una clara de huevo y unas gotas de angostura. Si tus gustos tiende hacia lo prochileno utilizarás limones normales, una clara de huevo, dirás pestes del jarabe de goma y la angostura la dejarás para mejor ocasión. Una vez agitada la coctelera se debe verter el resultado en una copa de cóctel muy fría, a ser posible sin hielo. Preparado el mejunje, no hay que olvidarse de soltarle los mismísimos al huaquero, eso sí, después de darle una colleja y hacerle prometer por sus muertos que no volverá a enredar con la piqueta en otro yacimiento, ni a meter las narices de su detector de metales donde no le va ni le viene.