miércoles, 13 de mayo de 2009

Los Principios de la Arqueodinámica y el extraño caso del yacimiento desaparecido.


Hubo un mundo más viejo, saturnino,
es cierto,
quién sabe si feliz. Eran muy pocos,
dispersos por la tierra inacabada.

Los dioses compasivos los juntaron
en el alto de cabezos sitiados.

Trazaron los caminos a los campos.
Las cañadas del monte y la avenida
en la orilla templada de los ríos.

Los sumaron.
Y pronto fueron muchos…

(Arco iris, Carlos Barral)

…y allí estaba yo, Pepe Carvalho, bajando de Vallvidrera hacia la Barcelona preolímpica de 1985, con mi minimonolito tuneado en forma de Ford Fiesta, modelo de 1982, internándome en las previsibles realidades sociológicas del barrio de San Pablo que florecía a espaldas del Liceo y a despecho de la Historia. Aparqué el coche donde pude y, de camino al despacho, visité un bar de referencia obligada para el mantenimiento de la conciencia de clase que se había quedado acartonado -como congelado- en 1960, debajo de una costra de mugre y grasa de fritanga. El establecimiento parecía amarrado sin remedio a la misma suerte de su dueño, un sesentón gordo, calvo, sudoroso y resignado, que mediaba a duras penas entre una barra atestada de platos con tapas, que, a estas horas de la tarde, ya viraban sus respectivos colores al amarillo, y unos anaqueles repletos de también exudantes botellas de chinchones, anises del mono, machaquitos, fundadores y segovianos. Las botellas y las marcas hablaban bien a las claras de las preferencias de una clientela fiel, sin duda poco exigente en cuanto a la medicación que se autorrecetaba, pero, a todas luces, reducida. Tres orujos gallegos helados me sacaron del ensimismamiento estético/social y dos más vinieron a fundirse felizmente en mis neuronas y a provocar un estado de ánimo soportable. Aplicada la posología habitual en las tardes de hastío y recobrado un cierto entusiasmo -que tampoco llegaba al optimismo antropológico, no hay que exagerar- me dispuse a subir a mi despacho no sin antes visitar a Bromuro, que hoy sentaba su cátedra a expensas de su banqueta de limpiabotas, masajeándole los zapatos con betún a un garrulo del Penedés, en misión secreta en el Chino, que habría venido ese día a comprarse en ElCorteInglés el traje prêt à porter verde manzana que lucía sin estupor y con el que pretendería, sin paliativos, triunfar en la noche Barcelonesa a lomos de una buena cena, su digestión gozosa reglamentaria en una sala de fiestas de tronío y todo lo que, por añadidura, se le pusiera por delante.

-¿Qué hay, Bromuro?
-Hola, Pepiño. Contento vas, según veo.
-Sí, y no ha sido fácil, te lo aseguro. Anda, dame un Cerdán que no esté muy seco y un estuche de cerillas.
-Toma y no quemes el mundo, que no vale tanto fósforo…
-Pierde cuidado, tengo trabajo, han matado a un yacimiento arqueológico y me han encargado el caso.
-¡Mira lo que te digo, Pepiño, ten cuidado!, hace dos días que no se habla de otra cosa, pero sin detalles –dijo bajando la voz-, los de la Social andan como locos sacando a los sospechosos habituales de sus catres a las tantas de la noche y dando unas palizas fenomenales. Se ve que no dan con “el quid” y andan cabreados como monos. Al parecer era un yacimiento muy fino y se lo estaba beneficiando una arqueóloga con familia de Pedralbes…, de toda la vida…, tú ya me entiendes…
-Sí, sí, ya lo sé, ¿qué se dice por ahí?
-¡Ni mu!, y eso es lo más raro, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, ¡esto con Franco no pasaba, Pepe! –dijo con voz, desde 1977 cada vez más sigilosa, pero tan audible que más de un peatón se volvió como asustado- Mira –añadió-, cuando el canario no canta o está muy jodido o hay grisú, así que vete con pies de plomo.
-Y con careta antigás, ya veo…
¡Pepiño, no jodas…!
-No te preocupes…

Bromuro ya se había ganado las tres mil pesetas que me habían costado el puro y las cerillas. Pasé con diligencia y rapidez por delante de mi buzón, repleto de facturas y octavillas de propaganda y subí al despacho.

-Hola, jefe.¿dónde ha andado todo el día? –dijo Biscúter saliendo de su cado tras la cortinilla que le separaba del despacho de Carvalho, donde oficiaba de cocinero y chico para todo.
-En mi casa, componiendo un milhojas de boletus, foie y manitas de cerdo deshuesadas para formarme como es debido en estratigrafía arqueológica harrisiana.
-¡Jo, como se cuida! Y ¿ese Harris, un amigo?
-Sí, un agente doble o triple, que conocí en la CIA hace muchos años, al que le gustaba todo muy ordenadito y en su sitio.
-Ya…, le ha llamado una señora por la mañana.
-¿Qué quería?
-Dijo que sólo podía hablar con usted, pero que la telefoneara por la tarde, porque hoy estaría todo el día con no sé qué de una matriz. ¿Está enferma?
-¡Otra que tal!, ¿ha dejado el número?
--Sí, jefe, está en la mesa, al lado del teléfono.

La tarde se retiraba tras los cristales de la ventana semicircular del despacho, ayudada por unos árboles que amortiguaban la luz y desdibujaban los sonidos y el ajetreo del trasiego de la calle. El detective miró el teléfono y marcó el número en el aparato de baquelita negra, testigo, parlanchín a tiempo parcial, de que el pasado siempre es mucho mejor cuando se mira desde los ojos de un auricular atado a un cordón negro de tela sobada por el paso de los decenios.

-Buenas tardes, quisiera hablar con la Sra. Mónica Lladó…, sí soy yo, el mismo…, ¿esta noche?..., en Los Caracoles…, a las diez…, de acuerdo.

---------

Pasó Carvalho como siempre, en la Plaza Real, ante el escaparate de una especie de museo de ciencias naturales donde, tras los cristales, le contemplaba, todavía asombrada, la faz de una cabeza de jíbaro reducida que le recordaba todos los días que una cabeza, por pequeña que fuese, siempre tiene posibilidades de disminuirse prescindiendo de lo prescindible: por ejemplo del cerebro.

Cuando, dos minutos después, llegó al restaurante y atravesó la ajetreada cocina, Mónica Lladó ya le esperaba. La reconoció porque delante de ella había, sobre una servilleta de papel, un gimlet hempeliano, que Carvalho sabía que no tomaban más que los arqueólogos muy, pero que muy recalcitrantes.

-Buenas noches.
-Bona nit –asintió ella alzando unos ojos grises, atentos y escrutadores.
-Soy… -empezó el detective.
-Ya sé quien es usted y usted ya sabe quien soy yo, así que, si le parece, podemos empezar. Qué curioso, yo creía que los detectives no existían más que en las novelas y en las películas…
-A veces, cuando termina la película o la novela, nos indultan y nos dejan salir al mundo exterior, pero, es curioso, yo también creía que las arqueólogas intrépidas eran personajes de ficción –dijo Carvalho sonriendo suficientemente mientras se arrellanaba en la silla y recordaba una antigua aventura en Tenerife.
-Bien, algo de eso hay… -concedió bastante contrariada por la devolución de la impertinencia.
-¿Es usted quien excavaba al difunto yacimiento arqueológico?
-Sí.
-¿Qué clase de yacimiento era?
-Normal…-dudó- quiero decir…, como todos, un pequeño poblado ibérico en un altozano con sus murallas, su hábitat doméstico…, en mi opinión la interpretación más plausible…
-Perdone, su interpretación no me interesa. Según el Primer Principio de la Arqueodinámica, las interpretaciones arqueológicas ni se crean ni se destruyen, sólo se transforman, así que da igual lo que usted opine. ¿Cómo lo mataron? –cortó seco.
-Con una interfacies negativa, una tremenda interfacies negativa que lo abarcó todo, vamos…, un tremendo socavón es lo único que quedó.
-¿Restos del difunto, huellas del arma del delito o del asesino?
-Ninguna, no ha quedado nada, es… como si se hubiera esfumado.
-Comprendo. ¿No es posible que haya desaparecido voluntariamente?
-Imposible.
-¿Por qué?
-No…, no es de esa clase de yacimientos, éste era muy tranquilo, yo diría que bastante sedentario e inmueble.
-¿Inmueble dice…?
-Sí, ya me entiende, éste no era de esos…, como los yacimientos costeros, que se van con la primera ola que llama a su puerta. Además –se puso muy seria- habíamos quedado el mes pasado en que lo excavaría este verano. Me contraría sobremanera la falta de formalidad.
-Una chica formal…, ya veo, ¿despechada?
-Sí, un poco, estas cosas me enervan.
-¿Habían excavado en él antes otros equipos arqueológicos?
-No, ¿por qué?
-Porque, según el Segundo Principio de la Arqueodinámica, en cualquier yacimiento arqueológico la entropía aumenta de forma directamente proporcional a la cantidad de equipos de investigación que en él excavaron…, y eso cambiaría mucho las cosas.
-¿El señor tomará…? –interrumpió el camarero del chaleco verde.
-El señor tomará el aire, una ensalada de lechuga, cebolla y rabanitos con aceitunas negras de Alcañiz y un pescado a la plancha –dijo de mala leche Carvalho, que todavía tenía el foie del milhojas del almuerzo a medio digerir.
-¿Puede ser rape? –musitó el camarero.
-Puede ser, pero si me pone juliana se la llevará con mis respetos e improperios al maitre.
-Desde luego, ¿la bebida?
Un blanco del Penedés más frío que el alma de los pollos que ustedes asan al ast en la puerta de este establecimiento.
-Entendido.
-¿Qué es la juliana? –preguntó Mónica.
-Un pescado de sabor absurdo que se parece al rape.
-Ya…
Dígame, ¿se ha puesto alguien en contacto con usted; tenía enemigos ese yacimiento?
-No, nadie. Ha muerto, estoy segura.
-¿Por qué?
-Si estuviera vivo me habría llamado, naturalmente.
-Bueno eso lo librará de cambios indeseados, ya sabe, según el Tercer Principio de la Arqueodinámica, para que nada cambie en un yacimiento el trabajo arqueológico realizado en él tiene que tender a cero y, en este caso, eso ya está asegurado. ¿Y los enemigos?
-¡Curioso principio! Sus enemigos eran pocos, nada serio, un par de promotoras inmobiliarias de medio pelo. Pero ellos no han sido.
-¿Tan segura está?
-Sí, siempre dejan huellas, son unos chapuzas…, además mi padre lo sabría.
-Comprendo, ¿su nombre?
-Mónica…
-Ya…, ¿y el del yacimiento?
-El Molí, disculpe, estoy algo nerviosa.
-Permítame que lo dude, ¡está buena esta juliana!
-¿Pero usted dijo…?
-Ya…, pero el rape es otro de los muchos paraísos perdidos, ya nadie lo distingue de la juliana, y hay que ser flexible para sobrevivir entre ignorantes.
-O acomodaticio y calzonazos.
-Bien, como usted prefiera.

Como la botella de Blanc de Blancs había expirado su última gota y aquella arqueóloga borde parecía no tener más impertinencias que proferir, ya nada retenía a Carvalho en aquel restaurante. Así que se fue.

Al día siguiente el caso estaba resuelto.

-Jefe –dijo Biscúter- ¡es usted un hacha!
-Sí, amigo, ha sido un caso claro de emulación que he desentrañado aplicando la simple lógica. Igual que, por el Cuarto Principio de la Estratigrafía, dos estratos diferentes, si tienen los mismos materiales arqueológicos, son de la misma cronología, dos asesinatos diferentes son producidos por el mismo criminal o sus émulos si se emplea el mismo modus operandi. El criminal siempre se repite. Han sido los de la secta AlcubWinckelWheeleriana, no cabe duda.
-¿Y como sabe usted que no fueron ellos mismos, quiero decir, Alcubierre, Winckelmann y Wheeler?
-Porque los asesinos fueron muy pulcros, no dejaron testigos por ninguna parte e hicieron desaparecer las terreras como si jamás hubiesen existido. Además, porque no han encontrado agua como en el planetoide Calamocha. No, no han sido ellos, el criminal siempre se repite hasta la nausea, te lo tengo dicho Biscúter.
-¿Y el móvil?
-¡El de siempre, Biscúter, el de siempre!: uno de los miembros de la secta es un antiguo novio de Mónica Lladó, al que dejó por otro con más metros cuadrados de finca alrededor de la casa familiar. Además, el pobre imbécil, es arqueólogo aficionado, así que consideró más oportuno cargarse el yacimiento que al nuevo pretendiente. ¡Una víctima de las circunstancias, te lo digo yo!
-¿Y el yacimiento?
-Otra –sentenció Carvalho.
-¡Brillante, jefe, brillante! ¿Hacen unas albóndigas de sepia en salsa de azafrán?
-¡Hacen!

--------

-¡Eh, Hal, despierta, marmota! –dijo Hodder sacudiendo a Hal9000 por el hombro.
-¡Qué pasa! –se despertó agitado.
-Que estabas hablando en sueños de no sé qué de un Molí y de unas albóndigas de sepia…

--------

La cena de rape al ajo tostao, tras la que había quemado en la chimenea un libro de la serie Carvalho, en homenaje al personaje y a su autor, me había sentado como un tiro. Estaba claro que mi entusiasmo por la misión seguía en su sitio e incólume, pero cuando salí a la puerta de casa y me encontré aparcado el Ford Fiesta, modelo 1982, con matrícula de Barcelona, comprendí que necesitaba unas vacaciones urgentemente. Así que me fui al Dry Martini -indiscutible paraíso coctelero, una vez que el Boadas ha sido asaltado por una horda salvaje, combinado insufrible de turistas y estudiantes Erasmus- sito en la barcelonesa calle Aribau 162-166, a pedirle a su pontífice maximo, Javier de las Muelas, un “Coctail Carvalho” y a pensar en mi destino. Fue inútil. Sólo después del quinto brebaje caí en la cuenta de que, como dice el Principio Cero de la Arqueodinámica, si dos arqueólogos están de acuerdo con un tercero, también lo están entre si; así que si Pepe Carvalho y Hal9000 están de acuerdo con Manolo Vázquez Montalban, los dos primeros están en absoluta sintonía. En consecuencia, al día siguiente, aparcamos el Ford Fiesta en el aeropuerto y partimos, Pepe y yo, inmediatamente hacia los Mares del Sur para iniciar una vuelta al mundo en una canoa de totora. Creo que tardaremos un poco en volver, porque nos han dicho que todavía quedan islas con chicas simpatiquísimas. Ya veremos. Siempre nos quedará el Calamocha.

Fdo.: HAL9000



CÓCTEL ARQUEODINÁMICO CARVALHO: la búsqueda de un cóctel dedicado a Carvalho es frustrante. La opinión de su padre literario a propósito de que “Los cócteles... son exquisiteces urbanas, construcciones artificiales, pócimas que hacen compañía, que ayudan a la transformación del imbécil Dr. Jekyll en el animado Mr. Hyde. Corto o largo, el cóctel es la única droga posmoderna aceptable, pues reúne diferentes culturas del alcohol y del calor al servicio de la cultura del sabor”( Manuel Vázquez Montalbán, prólogo a Los cócteles del Boadas Cocktail Bar, de María Dolores Boadas) y los múltiples combinados trasegados por el propio personaje detectivesco, no le han facultado todavía para ser agraciado con la dedicación entusiasta de un combinado decente. Carvalho es sobrio, prefiere el orujo o un buen blanco frío y su condición de exquisito gourmet rara vez se impone a unos orígenes sociosentimentales enraizados en las clases populares del cap i pota o del buen güisqui americano a palo seco, al que se aficionó cuando trabajaba para la CIA. En un blog, abandonado ya hace bastantes años a su suerte, que navega todavía por el ciberespacio a golpe de inercia (“Bitácora de los Caballeros. Diario de a Bordo de la Espiritual Orde dels Cavallers Suprarromàntics”) encontré una propuesta que no está mal, algo simple, pero, por ello, bastante carvalhiana. Se trata el asunto de, en una coctelera fría, perfumar unos hielos con un buen chorro de Triple Seco o de Cointreau, agitar brevemente, tirar el licor sin mala conciencia y añadir el orujo gallego, mezclar sin mucho empeño y servir inmediatamente con una frambuesa, un rubí de granada o un lichí. Posiblemente, la simple imagen de añadir hielo al orujo haga temblar la ceja a más de uno. Quizá el mismo detective montara su arma ante una propuesta semejante, pero, qué queréis, eso es todo lo que hay y siempre he considerado de mal gusto matar al mensajero; así que: ¡chitón!