martes, 28 de octubre de 2008

Los caballos... ¡la leche!

En la pasada Expo visité en varias ocasiones el pabellón de Kazakhstan…, que por cierto, era bien chula la yurta en la que entrabas desde el invierno y desde la que salías a la primavera. En un par de ellas me tocó como azafato un pollo majete y dicharachero…, el que al final te recordaba que cuando salieses de allí no te olvidases ni cámaras, ni móviles, ni críos, ni personas en silla de ruedas, y para el que el koumiss, una bebida típica de ese país elaborada con leche de yegua y escasamente alcohólica era rica, rica, rica. He vuelto a saber del koumiss estos días porque Natalie Otear, una doctoranda en química de la Universidad de Bristol, no comparte el gusto del zagal kazajo. Para ella es una bebida “horrible”, aunque residuos antiguos de la misma pueden haberle aportado una información interesante, si es que resulta interesante tener un mejor conocimiento acerca de cuándo y dónde se pudo domesticar el caballo, sí..., el caballo, ese animal de cuatro patas con cabeza y cola que vemos los domingos por la tele corriendo en los hipódromos.


Interior de una yurta kazaja.


El caso de la domesticación del caballo y su posterior raciación es más complejo que el de otras especies. De normal un arqueozoologo puede distinguir si los restos de fauna de un yacimiento pertenecen a la especie doméstica (cabra, oveja, por ejemplo) o al agriotipo, pero en el caso del caballo los criterios osteomorfológicos y métricos, que suelen ser criterios zoológicos estándar de domesticación, no son siempre aplicables o fiables (la variabilidad de las poblaciones euroasiáticas de caballos salvajes durante el Holoceno es grande), de manera que se deben utilizar otros, y el momento y el lugar o lugares en el que se produjo su domesticación es discutido. Ciertas evidencias han llevado a algunos a sugerir que tal vez se remonte a momentos muy antiguos (al final del paleolítico superior). Serían éstas representaciones artísticas, parietales pero sobre todo mobiliares (contornos recortados) en las que los animales supuestamente portarían arcaicos arneses con sogas o embocaduras; o ciertos artefactos (como una placa perforada del yacimiento de La Quina, o algunos bastones de mando) que podrían servir de elementos de control de estos animales; o algunas patologías dentarias registradas en muestras fósiles (como en Le Placard y también en La Quina) que se observan hoy en las formas domésticas, como es el anormal desgaste de los incisivos como resultado de un mordisqueo reiterado, y que se definen como “vicios de establo”. Pero no son demasiado fiables. Paleopatologías así se observan en caballos del Pleistoceno inferior y medio en América, cuando por allí todavía no había ni indios ni vaqueros. Otro argumento en contra, como indica Sandra Olsen (1998), es su extinción o drástica disminución en amplias áreas de Europa a finales del Pleistoceno.



Caballo con arreos y contorno recortado de cabeza de caballo del magdaleniense del yacimiento de Arudy.


Volviendo nuevamente a las estepas euroasiáticas del norte de Kazakhstan, durante el eneolítico nos encontramos allí con la cultura Botai. En el año 2006 Andrew R. Stiff y la propia Sandra Olsen, entre otros, aportaron algunos datos (Geochemical evidence of posible horse domestication at the Copper Age Botai settlement of Krasnyi Yar, Kazakhstan). Los arqueolocos utilizan ciertas técnicas para detectar estructuras o restos arqueoloquicos enterrados en el subsuelo: las variaciones locales o puntuales del campo magnético, de la conductividad o resistividad de una corriente eléctrica, del contenido de fósforo en el suelo, pueden estar indicando la presencia en el subsuelo de algo que no se ve en la superficie. En el yacimiento de Krasnyi Yar se aplicaron estas tres técnicas (la prospección magnética, la resistividad eléctrica y el análisis de fosfatos). Las dos primeras revelaron la existencia de un buen número de posibles agujeros y moldes de postes en disposiciones o alineaciones casi circulares o semicirculares que sugerían la existencia de corrales o estacadas para guardar animales (posiblemente caballos entre otras cosas por algo tan simple como que los Botai eran muy dependientes de estos animales: en el yacimiento epónimo el 99% de los 300.000 restos de fauna recuperados son huesos de caballo). Para confirmarlo se aplicó la tercera. Se tomaron muestras de tierra del interior de esos recintos a profundidades entre 15 y 25 cm. y también fuera de ellos (para comparar), y la fracción de menos de 2 mm., una vez convenientemente tratada, fue analizada mediante ICP-AES (Inductively Coupled Plasma Atomic Emission Spectrophotometry). La materia orgánica generada por los caballos enriquece los suelos en nitrógeno, fósforo y potasio. El contenido en esos elementos en el suelo de un cercado donde hoy haya caballos será mayor que en el suelo circundante. En un cercado donde hubiera habido caballos la concentración de nitrógeno podría no ser alta, ya que es relativamente móvil y puede migrar a aguas subterráneas o a la atmósfera por procesos orgánicos e inorgánicos, pero el fósforo se puede fijar en el calcio y en fosfatos de hierro, y la probabilidad de que se conserve en contextos arqueológicos es alta. Las concentraciones de fósforo en las muestras tomadas en el interior de los supuestos cercados de Krasnyi Yar resultaron ser más elevadas que las del exterior (113-740 mg/kg frente a 40-80 mg/kg). Este dato, en sí, tampoco es definitivo; podría estar reflejando una actividad humana, con la presencia de hogares, por ejemplo. La actividad de los hogares tiende a elevar significativamente la relación Potasio/Fósforo. En las muestras del interior esta relación era inferior a 0.2, mientras que en las otras se situaba entre 0.7 y 0.8. Igualmente, dentro de los cercados la concentración de Sodio (que podría proceder de la orina) también era mayor: 120-1300 ppm, con una media de 520 ppm, frente a 80-90. Los autores concluían que aunque los resultados no lo probaban, eran consistentes con el hecho de que en Krasnyi Yar habría caballos domesticados, con una fecha de hacia el 3600 a.C. Ya entonces indicaba la Olsen que la madre del cordero (en este del caballo) sería poder detectar moléculas en restos materiales (recipientes) que pudieran atribuirse específicamente a los caballos, y que esos análisis se estaban llevando a cabo. Con una perspicacia notable apuntaba que los Botai posiblemente se trapiñaban a estos équidos y los utilizan como animales de carga, pero que también podrían haberlos ordeñado (a las yeguas, lógicamente) para crear una bebida rica en vitaminas y medianamente alcohólica como la que todavía se bebe por aquellos parajes.

Los susodichos análisis los ha realizado Natalie Otear. Ésta desarrolla su trabajo en el equipo de Richard Evershed, pionero en la técnica de identificar residuos de leche en cerámicas antiguas analizando isótopos de carbono. El uso de productos obtenidos de animales domésticos sin necesidad de llegar a matarlos, los llamados “productos secundarios”, como la lana, la leche, o la propia fuerza de tracción, no es algo que los arqueolocos conozcan como desearían. Tras la domesticación ¿los beneficios potenciales de esos recursos secundarios se explotaron pronto? Unos opinan que sí. Otros, basándose en que ciertas evidencias (seguras) aparecen más tarde (escenas de ordeño, carros, arados) y en ciertas barreras, como la intolerancia a la lactosa en los humanos, consideran que en los momentos más tempranos de la domesticación el fin fue el aprovechamiento de la carne y la piel, y que la “revolución de los productos secundarios” se produciría 2000 o 4000 años después, en el V/IV milenio a.C. En el caso de la utilización de la leche de los ovicápridos ha habido aportaciones recientes. Evershed y su equipo han analizado residuos de lípidos en los restos cerámicos, y han descubierto que se pueden distinguir los ácidos grasos de la leche de los rumiantes de aquellos que proceden de la grasa de la chica. Usando la técnica en cuestión recientemente han establecido que el uso de la leche fue especialmente importante en el Noroeste de Anatolia en una fecha tan antigua como la del VII milenio a.C., desde luego más antigua que cualquier otra que se manejaba (Earliest date for milk use in the Near East and southeastern Europe linked to cattle herding).


Pues bien, en el ISBA3 (III Symposium Internacional sobre Arqueología Biomolecular), que casualmente se celebró justo antes del IV Curso de Arqueología Experimental de Caspe, Natalie Otear comunicó que había encontrado señales isotópicas de leche de yegua en restos cerámicos kazajos de 3500 años a.C. (Investigating Eneolithic horse exploitation in northern Kazakhstan, via compound-specific stable carbon and deuterium isotope analysis of pottery). Como indica Otear, los “residuos de grasa equina pueden ser identificados en restos cerámicos aplicando análisis de compuestos específicios estables de isótopos de carbono, pero a diferencia de las grasas de otros rumiantes, la leche equina y las grasas adiposas de los caballos son indistinguibles basándose en valores δ13C. Sin embargo […] es posible clasificar grasas equinas bien como lácteas o bien como adiposas basándose en los valores δD de sus ácidos grasos C16:0 y C18:0 que son determinados usando la técnica GC-TC-IRMS (Gas Chromatography/Termal Conversion/Isotope Ratio Mass Spectrometry).” Aplicando esta técnica a residuos orgánicos extraídos de cerámicas de la cultura Botai y usando los valores δ13C y δD han sido capaces de “detectar residuos de leche equina preservados dentro de la cerámica…”. Para el uso de la leche la verdad es que la cosa se queda lejos de la fecha obtenida por su jefe, pero aquí la cuestión no es sólo esa. Se trataría de “la primera evidencia directa de la presencia de caballos domésticos entre los Botai durante el eneolítico.” Como decía Sandra Olsen, “si se puede demostrar que los caballos eran ordeñados, podríamos estar casi seguros de que eran domésticos”, o en otras palabras, que anda y tira a ver si tienes pelotas de ordeñar a una yegua salvaje.