martes, 30 de septiembre de 2008

HAL9000: Un primoroso yacimiento... (y III). "Teoría del agujero".


-‘I’ve seen things you people wouldn’t believe… Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhauser Gate… All those moments will be lost in time, like tears in rain… Time to die.’
-Yo he visto cosas que vosotros no creeríais... Atacar naves en llamas más allá de la constelación de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser... Todos esos momentos se perderán, como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir".

Blade Runner (Ridley Scott), 1982. [Las buenas lenguas dicen que esta frase fue una morcilla de Ruther Hauer para rematar la faena de su personaje replicante y que su sonrisa final, antes de hacerse el muerto y soltar la palomita, iba dirigida a Ridley Scott, como diciendo: “ahí queda eso” . No sé, yo de éstos cómicos no me fío un pelo y también podría ser una invención a posteriori para reforzar la mercadotecnia –vulgo: vender la moto- y apuntalar la, por otra parte bien merecida, leyenda bladerunnera].

***

-¡Dios mío..., está lleno de estrellas! –dijo Colin Renfrew cuando se asomó al tremendo agujero lleno de agua que habían hecho entre el animoso Alcubierre, Wheeler y Winckelmann mediante el novedoso “Método Alcubierre/Wheeler/Calamocha”, también llamado “Dyeser (antes Zoser) Method” o de “Pirámide escalonada irregular invertida de testigos en terrazas perimetrales a troche y moche”. Alcubierre estaba pletórico con el hallazgo conceptual y Winckelmann encantado con el ejercicio físico… (Esto…, por razones que puedo medio barruntar, pero que no es preciso hacer explícitas, el bueno del Wincky, como le llamaban los amigos, se había apuntado, en cuanto lo recree virtualmente y se autofichó para el Dream Team, al body building, deseoso de demostrar que, aunque acabó de sedentario ratón de biblioteca en Roma justo antes de su azaroso pase a “mejor vida”, todavía estaba en plena forma y que debajo del bello pliegue de sus inquietantes túnicas escarlata había un cuerpo ebúrneo, como esculpido por el mismo Fidias).

-¡Roque Joaquín (Alcubierre), maldita sea, te dije que no quería galerías, ni túneles, ni zanjas, ni malditos pozos, ni abominables agujeros llenos de agua como este...! –le espetó Binford, rojo de ira y con una vena del cuello a punto de explotar- ¿no ves que esto no es Pompeya ni Herculano ni una repajolera mina a cielo abierto?, aquí los niveles de ocupación son mucho más superficiales, pero ¡si te has pasado más de cien metros el primer nivel antrópico, por el amor de Dios, ¿quieres dejar el Planetoide Calamocha como un queso emmental, o qué?!

-Hombre…, Lewis, en Herculano “lo bueno” siempre salía a más de cinco metros de profundidad, aunque aquí parece que está un poco más abajo... -dijo un Alcubierre con el mismo tono con el que un escolar compungido intentaría convencer al maestro de las razones imponderables por las qué no había podido hacer los deberes.

-¡¿”Lo bueno”?, qué es lo bueno según tú, alma de cántaro..., y más abajo..., más abajo..., pero, pedazo de zoquete, ¿no ves que no sale más que roca estéril en los últimos noventa y ocho metros..., todavía no has aprendido que no hay dos yacimientos iguales, que, de hecho, ni siquiera un yacimiento es igual en todas sus partes, y que lo mismo te salen en un sitio las cosas a diez metros de profundidad en una matriz arenosa suelta como, en otro, a ocho centímetros y en una tierra cimentada por sales y más dura que tu cabeza?! –berreó un Binford a punto de perder la poca paciencia que le quedaba.

-Yo...

-¡Ni yo, ni leches..., te he dicho mil veces que esto no es el siglo XVIII y que hay que ponerse las pilas!

-Bueno, bueno..., analicemos las cosas y pongamos las cosas en claro..., un poco de calma..., si consideramos un enfoque semimicro…-empezó a decir David Clarke en tono conciliador.

-¡Analizar, analizar..., no sabes decir otra cosa..., estoy de tu Arqueología Analítica hasta la coronilla y más allá..., aquí lo único necesario es hacer las cosas bien, ya basta de tanta teoría y tanta zarandaja, ahora hay que remangarse y trabajar, esto es el mundo real, no una clase de Arqueología donde los profesores cuentan milongas a los alumnos y se andan con finuras y mamarrachadas. No, ahora hay que diferenciar una unidad de otra, hay que separar los materiales y reconocerlos, hay que estar atento a los cambios de textura, color y consistencia, hay que tocar la tierra con las manos, olerla si es preciso, limpiar la cerámica con tu propia saliva y mojar paletines, rasquetas y espátulas con tu sudor..., y si ves, por poner un ejemplo estúpido, que llevas ya noventa y ocho metros perforando la dura roca, habrá que empezar a pensar que el seguir hacia abajo es cosa de necios..., no sé..., digo yo...! –vociferó Binford irritado y mirando alternativamente a Alcubierre y Clarke con los ojos casi fuera de sus órbitas, mientras Butzer y Lyell volvían a mirar al suelo, asintiendo lúgubremente con la cabeza.

-...La sencillez y elegancia de la matrix, sin embargo –terció Harris-, cuando se llega a esos niveles estériles es de una belleza tan arrebatadora..., es tan sobrecogedora la ausencia de evidencias de la presencia humana en los millones de años de formación de estas rocas que, a veces, presentan interfacies perfectamente paralelas unas a otras y diferenciables, que deben corresponder a periodos de pausa y reinicio de la sedimentación natural, a acciones hidrotermales... –seguía diciendo absorto y con cara embobada el bueno de Eduardo, hasta que Binford lo silenció dándole a la pastora -esto es, de sobaquillo- una tremenda y sonora colleja.

-¡Eso..., después de fastidiarnos a todos con tu matrix, ahora te vuelves poeta para terminar de darnos la lata, Eduard, ¿es que no tienes sentido de la medida, ni sabes lo que es la caridad para con el prójimo...?! –le espetó Binford, prácticamente fuera de sí.

-Lewis..., ¡no te conozco! –exclamó un Clarke británico, atónito y asombrado, mientras Harris huía con el rabo entre las piernas como un lobezno humillado por el macho dominante.

-No te conozco, no te conozco..., -repitió con soniquete despectivo Binford, el nuevo arqueólogo estadounidense por antonomasia- ¡malditos europeos, siempre tan finos..., siempre tan comedidos..., siempre tan elegantes..., siempre tan teóricos..., siempre tan inservibles..., siempre tan poco operativos..., claro, mientras vengan los tontos, brutos y con poca clase de los americanos a sacarles las castañas del fuego y a hacer el trabajo sucio, ellos podrán seguir andando de señoritos de la Arqueología, de seres inmaculados y etéreos, de mamíferos de lujo..., mamíferos..., unos mamones es lo que sois todos...!

-¡Ave María Purísima, qué hombre...! –dijo entre compungido, escandalizado y santiguándose el Abate Breuil, mientras que Wheeler se encendía otra pipa con británica parsimonia y Nino Lamboglia miraba y remiraba con sus ojos saltones, entre extrañado y estupefacto y sin enterarse de nada de lo que pasaba a su alrededor, una Dragendorff 37 de color azul, con pitorro y asas para más INRI, que la parte más retorcida y malvada de mi cibernética personalidad había hecho aparecer en el yacimiento, así..., como por perversa casualidad y que, para información de los menos versados en cerámica romana, viene a ser como un engendro del Demonio, vamos, algo así como una cabaña de la Edad del Bronce con televisión, calefacción central y ascensor para subir al segundo piso.

Así estaban las cosas cuando Lewis se largó al bar del pueblo cercano (siempre hay un buen pueblo con un buen bar cerca de una buena excavación arqueolóquica) a tomarse unos Pisco Sour Huaqueros, a los que se aficionó en un viaje al Perú (o a Chile, no recuerdo bien...) y que es lo que trasegaba cuando estaba desesperado y quería andar por el lado salvaje de la vida, y eso que, el pobre, todavía no había visto la “otra” excavación de Wheeler, repleta de testigos por los cuatro costados –literal-, interrumpiendo contextos a troche y moche, dificultando la visión de conjunto, dividiendo, como un mecano formidable, los espacios más sencillos en complejos antros metidos en cuadradillos miserables que daban pie a un Harris desatado, eufórico y feliz, como un niño con juguetes nuevos, absolutamente dispuesto a perpetrar una orgía desmelenada y furiosa de subdivisión de unidades estratigráficas en dos, tres, ocho, quince..., treinta unidades distintas por cada una real, que se interrelacionaban unas con otras en una matriz diabólica, repleta de conexiones intrincadas y llamadas a las hipotéticas sincronías y diacronías, que hubiera hecho feliz, por su aspecto laberíntico, al mismísimo Dédalo. Eso por no hablar de las zanjas seguidoras de muros que Winckelmann –alias “Wincky/paño mojado”- hacía por la noche, cuando nadie lo veía, para completar el dibujo de la planta de las estructuras “más vistosas”, despreciando toda obra de muro que no tuviera “buen aspecto” o, como él decía –ufano y un punto descerebrado-, que fuera de “buena época”, que vaya usted a saber cual era, como si las “épocas” se dividieran en buenas, malas, regulares y mediopensionistas. Y es que una cosa es hacer un Dream Team y otra cosa es que trabajen como equipo o, simplemente, que se pasen la pelota unos a otros y no chupen como bellacos. ¡Los equipos pruridisciplinares de las narices..., quien los reúna que los entienda...., si puede! Pues eso.

***

Siempre he pensado que un buen final para una bonita excavación arqueológica es un hermoso agujero. ¡Y a fe mía que lo hemos conseguido, pardiez! La forma, tamaño, profundidad, relieve, alineación con la topografía circundante, orientación, contenido, perfilado de los bordes, limpieza de los aledaños, marcas de las diversas herramientas empleadas en su creación, en fin, sus características formales más evidentes, puede parecer que dicen mucho, a priori, a un buen arqueoloco sobre la calidad y adecuación a los objetivos arqueológicos del trabajo allí realizado; pero, en definitiva, un agujero es sólo un agujero, esto es, como diría un físico meticuloso: “una parte discreta de la nada relativa, ya que está lleno de aire”.

Esta aparente tontería es una verdad absoluta y palmaria que debería hacer temblar las bases de la supervisión, vigilancia, o como quiera que se defina la evaluación objetiva del trabajo arqueológico de campo ya realizado, pero que, naturalmente y para tranquilidad espiritual de todos, no lo hace. No. Ni mucho menos. ¡Faltaría más! Y así se siguen supervisando agujeros, sin caer el la cuenta de que se intenta fiscalizar a la más estricta, notoria y simple ¡NADA! (por muy relativa que sea).

Hace unos años, antes de que me curaran de mi simpática psicopatía, elaboré, quizá producto de mi evidente demencia, una teoría que bauticé con el rimbombante y equívoco nombre de “Teoría del Agujero”, que venía a decir que: “no importa para que realizaran nuestros antepasados un agujero, éste, indefectiblemente, siempre acababa lleno de basura”. De esta teoría, que otro día desarrollaré pormenorizadamente (definiendo, por ejemplo, el concepto “basura”, que también tiene su miga), tampoco se libran los agujeros realizados en nombre de la ciencia arqueolóquica en la actualidad, salvo contadas y honrosas excepciones que cuesta una pasta gansa estar limpiando continuamente.

También, ya puestos a ser pesimistas, una vez oí a Gari Kaspárov, el jugador de ajedrez ese tan “echaopalante”, decir que la diferencia entre táctica y estrategia era la siguiente: la táctica es lo que se emplea cuando existe un problema y se sabe cómo resolverlo; la estrategia es aquello que se intenta aplicar cuando no se sabe qué es lo que hay que hacer, en definitiva, cuando se especula sobre la posible solución de un problema. Un yacimiento arqueológico, antes de su excavación, es un problema cuya solución es absolutamente imprevisible. No pocas veces, tras el trabajo de campo, los problemas y las dudas crecen..., pero eso sería otra historia... Esta particularidad tan tonta –y tan perogrullesca, ya que, si supiéramos lo que iba acontecer excavando, no habría razón para hacerlo y se iría a hacer gárgaras una buena parte de la razón del trabajo arqueológico- convierte todos nuestros esfuerzos previsores en simples estrategias, en especulaciones sobre la mejor forma de actuar, ya que no sabemos a ciencia cierta qué es lo que debemos hacer y, sólo con algo de suerte, lo prevemos, inferimos o intuimos –táchese lo que parezca improcedente, pero sólo después de haberlo pensado muy bien- y, a veces, acertamos. La estadística de las ocasiones en que se acierta o se yerra es uno de los secretos mejor guardados de la historia profesional de la humanidad. Bueno, como diría un viejo profesor, que no tuve la suerte de conocer demasiado bien, “equivocarse es de arqueólogos” o, como diría otro con el que solía discutir bastante el anterior, “cuanto más me paro a pensarlo, más razones encuentro para que los arqueólogos procuren ser muy humildes en sus planteamientos”. Esto de que dos buenos pensadores ya desaparecidos, que discutieron mucho entre ellos por causas probablemente nimias, coincidieran en algo tan crucial, debería ponernos sobre aviso acerca de lo efímera que es la gloria del hallazgo o la inferencia arqueológica. Pero nada, no nos enteramos de nada y seguimos a nuestra bola, dando por sentadas cosas dudosísimas, como si solamente de nosotros –y de nuestro acríticamente apreciado ego- dependiera la salvación de la honra de la profesión.

Dejemos pues las estrategias para que Jones nos explique lo que es una excavación en área abierta -que, como todo el mundo sabe, también es una excavación al aire libre, como cualquier buen discente que se precie pondrá en su examen-, lo que es un sondeo, para qué servían las zanjas pegadas a los muros o los bonitos agujerillos que los simpáticos cabronazos de los detectópatas dejan en los yacimientos que visitan.

Ya habréis notado que en cuanto me he calzado el sombrero de arqueóloco -¿salacot?, no creo- ya hablo como si realmente fuera uno de ellos, lo cual empieza a ser preocupante. Una cosa es ser psicópata cibernético a tiempo parcial y otra mucho peor pertenecer a semejante cofradía de sigladores compulsivos y limpiadores de muros con pincel... (que ya…, ya son manías… ¿no os parece?) En fin, serán cosas de mis muchas personalidades desquiciadas y espero que se me pase pronto la tontería en cuanto cierre la excavación y desenchufe al equipo de “figuras” que he recreado virtualmente y que ya me tienen hasta la coronilla con sus manías de niñatos malcriados. Pero, mientras tanto, quiero que sepáis que mi entusiasmo por la misión crece más y más deprisa que los infames e insondables agujeros de Alcubierre, Wheeler y Winckelmann en el Planetoide Calamocha.

Fdo.: HAL9000



Pisco Sour Huaquero: hace muchos años que tengo amigos en Chile y Perú, así que, sobre mi opinión acerca de los orígenes del Pisco Sour, no podréis sacarme una palabra, ni torturándome. Hay cosas que es mejor dejar como están y no meterse en camisas de once varas es lo más razonable. Este bebedizo, que cuadra como pocos con las puestas de Sol en el Océano Pacífico, donde el Astro Rey parece que se harta de agua todas las tardes, es un notable y feliz hallazgo cuyo origen depende del lugar de nacimiento de quien se esfuerza en arrimar el ascua a su sardina. Si, pongamos por caso, las sardinas son peruanas, el invento se produjo a principios del siglo XX en el Bar Morris, en la calle Boza 847, en el mismito centro de Lima. Si, por el contrario, las sardinas proceden de más al sur, pongamos Chile, el muñeco se viste con una especie de leyenda que tiene al inglés Elliot Stubb, mayordomo del velero "Sunshine", por protagonista, trabajando en el American Bar de Iquique –que por entonces pertenecía al Perú, pero ahora es de Chile- a fines del siglo XIX y haciendo de las suyas con el Pisco, los limones y el azúcar.


No seré yo quien, residiendo en el Planetoide Calamocha, dirima la cuestión ni dé la razón a unos u otros. Francamente, queridos, me importa un bledo. Los cócteles no distinguen de patrias ni banderas y los orígenes inciertos y las leyendas apócrifas les sientan muy bien, como a los héroes mitológicos o a las múltiples patrañas históricas que forman la base del orgullo nacionalpopulista de casi todas las naciones del Mundo mundial. El caso es que, si todo el mundo se pusiera de acuerdo en decir que procede de la costa occidental de América del Sur, siempre quedarían los aguafiestas que nos recordaran que sí, “pero que no se hacen igual en todas partes”. Y tendrían razón los muy puñeteros, porque entre el Pisco Sour peruano y el chileno media una discrepancia de recetas abismal, por no hacer entrar en liza las diferencias del propio producto de base: el Pisco, cuyo nombre ya es en sí mismo una declaración de origen y procedencia muy clara.


Sea como fuere, la variante huaquera del Pisco Sour es la más salvaje, ya que se bebe para celebrar el saqueo de la tumba reventada o la que se sorbe lánguidamente para olvidar el fracaso después de removidas varias toneladas de tierra. Su preparación es bastante compleja ya que, en primer lugar, se precisa de un sujeto de aspecto inquietante y reputación lamentable, con una formación ética casi nula, tan sensible como una piedra de molino y con menos escrúpulos que un telepredicador ateo. No es fácil, no. Ya lo comprendo. Por eso, si no encontramos otra cosa mejor, con un grandísimo cabronazo revientayacimientos podemos conformarnos; y de esos hay muchos. Cogido el individuo por los mismísimos, se le obliga de malos modos a mezclar tres partes de Pisco con una de jugo de limón en una coctelera con hielo y azúcar. Si eres filoperuano lo harás con limones de Pica muy verdes y le añadirás una parte de jarabe de goma, una clara de huevo y unas gotas de angostura. Si tus gustos tiende hacia lo prochileno utilizarás limones normales, una clara de huevo, dirás pestes del jarabe de goma y la angostura la dejarás para mejor ocasión. Una vez agitada la coctelera se debe verter el resultado en una copa de cóctel muy fría, a ser posible sin hielo. Preparado el mejunje, no hay que olvidarse de soltarle los mismísimos al huaquero, eso sí, después de darle una colleja y hacerle prometer por sus muertos que no volverá a enredar con la piqueta en otro yacimiento, ni a meter las narices de su detector de metales donde no le va ni le viene.

martes, 23 de septiembre de 2008

Pseudoesfericidades y trigo.


Una herramienta es una prolongación de nuestro cuerpo, un elemento extrasomático, que utilizamos para realizar una tarea y obtener un rendimiento. Entre los paleolitistas siempre se han considerado herramientas aquellos soportes (lascas, láminas, bloques…) que habían sufrido una transformación (retoque) con objeto de adecuarlos mejor a una función o tarea. Proyectadas por el hombre con vistas a una utilización, a un rendimiento considerado con anterioridad a su propio uso, las herramientas (bifaces, hendedores, raederas, buriles…) materializarían la intención preexistente que las creó y su forma se explicaría por el rendimiento que de ellas se esperaba incluso antes de que se cumpliera. Ese tipo de herramientas constituían las categorías y los tipos de las tipologías que todos conocemos. En un sentido más amplio y más correcto una herramienta es cualquier artefacto que desempeña una función, esté transformado o no (aunque en este caso es más difícil reconocerlas). Una lasca bruta, es decir, una lasca que no ha sufrido ninguna transformación (mediante retoque) puede servirnos para llevar a cabo diferentes tareas (lo mismo que un canto cualquiera lo podemos utilizar como mazo para partir nueces o hacer chichones).

La eficacia de una herramienta es el rendimiento que de ella se obtiene haciendo un uso normativo de la misma (tanto en cuanto a la acción como al gesto laboral que le asiste: sólo viendo cómo alguien empuña un pico nos podemos hacer de inmediato una idea de si la zanja que debe abrir le llevará unas horas o unos años), y la eficacia, como el rendimiento, es algo que pueden medirse. Detrás de la evolución tecnológica de las herramientas está el aumentar su eficacia.(1) Esa mejora puede afectar a diferentes variables: en unas ocasiones se puede reducir el tiempo necesario para realizar una determinada tarea, en otras puede permitir hacerla de forma más precisa, o trabajar una gama mayor de materiales, o tener un mayor poder de penetración, o lanzar más lejos una cosa (las estrías de las ánimas de los fusiles o cañones no son un adorno). Si me obligaran a jugarme una mariscada con otra persona apostando quién cortaba antes un número dado de tablones con una sierra y sólo hubiera dos, una de dentado normal y otra de dentado XT, ya podría empezar a rascarme el bolsillo si me tocaba la primera (las sierras de dentado normal claro que sierran, pero las de dentado XT lo hacen un 50% más rápido).

En el colgajo anterior hablábamos de M. Eren y de un estudio suyo refutando la idea de que tecnológicamente hubiera ventajas claras a favor de las herramientas líticas del Homo sapiens frente a las del neandertal. No insistiré en que entender por “tecnológicamente” sólo los procesos de reducción de núcleos es de una simpleza extraordinaria, máxime si no tenemos reparo en decir que siempre se había creido que el cambio había conducido a una mayor eficiencia, pero que ahora resulta que no. Con ese trabajo quedarse en decir que, mire usted, realmente no parece que los núcleos de láminas permitan un mejor aprovechamiento que los discoides (evaluado este aprovechamiento en cantidad de filo cortante obtenido) hubiera sido lo suyo. Lo otro da pie a utilizar la expresión “¡que tendrán que ver las pseudoesfericidades con el comer trigo!” (expresión que, sabido es, fue utilizada por primera vez cuando un lugareño que se quejaba al vecino de que el burro de éste se había metido en su sembrado –de trigo- recibió como respuesta: “no te preocupes que está castrao”). Pues eso.

Aunque no sea para morirse, sino más bien sólo para sentirse ligeramente indispuesto, la caja de herramientas de los sapienes europeos que pudieron convivir con los neandertales era más diversificada (y eso sin tener en cuenta, ojo, que en esas industrias hay artefactos de hueso y de asta capaces de hacer mucha, pero que mucha pupa). Dicen que el prehistoriador francés F. Bordes, preguntado en cierta ocasión sobre cómo leches distinguir entre una raedera doble convergente y una punta musteriense contestó que la cuestión era bien sencilla. Lo único que había que hacer era ir en busca de un oso armado con la pieza que te ofrecía duda insertada en el extremo de una lanza. Una vez dabas con él lo cabreabas bien cabreao (el reto ¿a que no pasas esta linea? sería suficiente porque los osos son muy echaos pa lante), y ya cuando la cosa llegaba al o tú o yo…, ¡zas! Si acababas con el oso la cosa era una punta, si el oso acababa contigo una raedera doble convergente. Antes todo era más fácil. Hoy como ya no quedan osos quien tenga esa duda debe recurrir a la complicada tarea de medir el ángulo.

No tengo idea de cuál fue la causa que dejó a los neandertales en el camino. Estoy por creerme lo que dice Eren sobre que si los núcleos esto o aquello, o lo de más allá. También me creeré lo que Eric Trinkaus dice acerca de la constitución de los neandertales (eso de que uno medio haría parecer un alfeñique a Arnold Schwarzenegger), pero no puedo creerme nada de las supuestas no ventajas tecnológicas de unas herramientas frente a otras sólo a partir de la reducción de 7 núcleos discoides y otros tantos laminares. Es muy interesante eso de que una lasca la puedas reafilar más veces que una lámina, muy interesante (de verdad, que no va de coña, que igual estáis pensado que me está dado la risa, pero que no), siempre y cuando tuvieras la posibilidad de seguir vivo para poder hacerlo. Cuando se demuestre que una punta musteriense tiene la misma capacidad de penetración que una azagaya de base hendida (auriñaciense) o que una punta de Vachons (gravetiense), o que clavársela a un bicho a una distancia que te permite verle la glotis al mismo tamaño que la luna no supone más riesgo que hacerlo a 10 ó 20 metros entonces sí se estarán comparando eficiencias de las respectivas industrias.



(1) Siempre hay excepciones, claro.. Por ejemplo, el teclado de las máquinas de escribir y de los ordenadores está dispuesto según el modelo QWERTY. Si reparamos en esa distribución podemos llegar a pensar que no es la más idónea para desarrollar la máxima velocidad en la escritura mecanográfica (y de hecho, desde 1932, cuando se introdujo la alternativa Dvorak Simplified Keyboard, la mayor parte de los récords de velocidad en mecanografía han sido obtenidos por mecanógrafos DSK). Con la distribución QWERTY, que además tampoco fue la primera, buena parte de las letras que más se utilizan se encuentran en posiciones periféricas y son presionadas con los dedos menos fuertes y ágiles. Es posible que esta disposición fuera al principio la mejor, cuando una velocidad demasiado alta de pulsaciones hubiera propiciado el choque de las varillas de las teclas, que al tener un retorno bastante lento se habrían ido incrustando en el punto de tecleo con el resultado que todos conocemos. Sin embargo, en la actualidad, con las mejoras técnicas, y desde hace mucho tiempo, esa es una distribución subóptima que sólo puede explicarse por la normalización de su uso y la política de los fabricantes.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Como escarpias.



Así llevé los tres o cuatro pelos que me quedan en la perola la semana pasada, y no es que se me fuera la mano con el gel fijador. La “cosa” que produjo tal efecto en una cabellera que no se parece en nada a la de HAL 9000 la vi en el blog del amigo Cagliani (Mundo Neandertal) y luego en casi toda la prensa. En El País del día 27 de agosto se podía leer: “El neandertal no era más tonto”, o “un estudio de sus herramientas refuta la teoría de que el ‘Homo sapiens’ fuera más avanzado”. La “cosa” viene de un artículo que aparecerá en JHE firmado por Metin I. Eren, Aaron Greenspan y C. Garth Sampson y del que pude conseguir una prueba no corregida que supongo no diferirá gran cosa del definitivo.


Antes de nada quiero decir que yo no he considerado nunca tontos a los neandertales, lo juro, de verdad, y dudo mucho que alguien medianamente informado tenga hoy en día esa opinión de ellos (tal vez la candidata a la vicepresidencia de los USA por el partido republicano lo piense, pero en fin…, qué se puede esperar de una persona que a la vez que “miembra” activa de la Asociación del Rifle es creacionista y considera que el creacionismo debe ser enseñado en los colegios…, pues eso digo yo, más bien no mucho, o mucho, pero malo).


En la prensa se ponía en boca de Eren frases como “nuestro hallazgo derriba un pilar de la teoría, largamente aceptada, de que el Homo sapiens era más avanzado”, “siempre se había creído que el cambio condujo a una mayor eficiencia tecnológica” pero “tecnológicamente, no hay ventajas claras de unas herramientas frente a otras”. (La cursiva es mía). Y sí, sí, las ha tenido que decir porque concuerdan con lo expresado en ese trabajo. Me parece verdaderamente sorprendente la difusión que ha tenido esa noticia y el número de quienes han aparecido luego diciendo “estaba cantao”.

“Tecnológicamente, no hay ventajas claras de unas herramientas frente a otras”. Después de leído el artículo yo me pregunto ¿y cómo pueden Eren y sus colaboradores concluir eso? ¿Qué entienden esos pollos exactamente por ‘eficiencia tecnológica’? ¿Sólo las estrategias de obtención de soportes? Porque el artículo (Are Upper Paleolithic blade cores more productive than Middle Paleolithic discoidal cores? A replication experiment.) gira únicamente sobre eso. ¿Se obtiene menos cantidad de filo cortante extrayendo lascas de un núcleo discoide que láminas de un núcleo prismático?

Las estimaciones al respecto que durante años han repetido muchos paleolitistas como loritos haciéndose eco de lo que un buen día dijo Leroi-Gourham no pueden mantenerse, es cierto, y de hecho no se mantienen. No se puede coger un bifaz amigdaloide (por decir uno bastante común) con 20 cm. de filo activo y decir que esos centímetros se convierten en 25 metros, o aun en 100 si medimos el filo cortante del lote de láminas o de geométricos necesarios para igual el peso del primero. Los experimentos de Eren demuestran que aunque una extracción de láminas a partir de núcleos prismáticos proporciona 1.5 veces más filo cortante que una discoide de lascas esa superioridad, algo menor que otras ya estimadas, es ilusoria por el hecho de que las láminas proporcionan más filo pero la extracción de láminas no; es decir, que esa superioridad resulta cuando los objetos son considerados sin tener en cuenta las secuencias de reducción (el proceso completo de explotación de los núcleos) que los generaron. Dicho más sencillamente, en el proceso de reducción de un núcleo prismático de láminas se desaprovecha más materia que en uno discoide de lascas; así que la reducción de láminas no produce más unidades por gramo de materia que la reducción discoidal de lascas. Además rematan que las lascas tienen una vida de uso más larga porque se pueden reafilar más veces y, consecuentemente, producen más filo cortante acumulado que las láminas. En fin…, que muy interesante, pero que básicamente es todo, y eso ya lo sabían los tecnólogos. Sabían que alcanzado un punto crítico (seguramente en el Paleolítico Medio) las posibilidades de mejora son pocas y que la superioridad entre una técnica y otra pues que mire usted.


En el artículo se dice que la replicación experimental genera preguntas y no proporciona respuestas (¿?), pero que esta práctica les ha permitido corregir en este caso una imagen incorrecta que surge cuando los artefactos líticos son analizados sin tener en cuenta las secuencias de reducción que los producen. Pues también estupendo, pero me da en la napia que no se percatan de que ellos están incurriendo en lo que entiendo un error similar, porque la eficiencia tecnológica, que es de lo que se han encargado que trascienda, tiene que ver con otros aspectos que en absoluto han contemplado. Hablar de superioridad, inferioridad o igualdad en la eficiencia tecnológica de las herramientas (“no hay ventajas claras de unas herramientas frente a otras”) es simple y sencillamente absurdo a partir de los datos que aportan. No es la primera vez que hablando de coles los arqueolocos acaban por referirse a nabos, y en ciertos aspectos me ha recordado a lo que ocurriera con el debate F. Bordes vs L. Binford y las facies musterienses. Bordes defendía que la variabilidad observada entre las facies era el reflejo de diferentes tradiciones culturales entre grupos de neandertales, hasta que un buen día llegó Binford y les dijo a los arqueolocos que la razón de esas diferencias entre los conjuntos no era otra sino funcional. Podía ser, sí, sin embargo en mi opinión aquel afamado artículo de Binford no aportaba prueba alguna que demostrase los destinos funcionales de las herramientas que componían las agrupaciones resultantes de sus sesudos análisis factoriales. Las agrupaciones definidas por los distintos factores seguramente irían a misa, pero más allá de eso, el resto, no era sino conjetura.


La referencia hecha por Eren más relacionada con la eficiencia de las herramientas (aunque no en el artículo y siendo muy generosos) es únicamente que supone a las de los sapiens la ventaja de ser más fácilmente enmangables, pero siendo más endebles supondrían un mayor desperdicio de materia prima y durarían menos. El “Patitas”, que procesa la información a toda pastilla, lo vio claro de inmediato: “Jones, la obsolescencia de los aparatos planeada desde la prehistoria; política de mercado; los neandertales no serían tontos pero algún sapiens fue muy listo.”


Desde hace unos años algunos tecnólogos andan un poco pesaditos en mi opinión con eso del aprovechamiento de la materia prima. El origen está en el llamado efecto Frison cuyo desarrollo quizás más conocido sea la hipótesis de Dibble, pero eso, y alguna preguntita que se debería haber planteado Eren lo dejaré para otro colgajo.