Creación de ascua por fricción de maderas (foto Homorgasmus, "El Jones").
El fuego también permitió transformar los alimentos. Si con la evolución del bipedismo algunos han llegado a afirmar que “el hombre es un primate que tiene su dentadura en la mano” (en Kortlandt, citado por Ruffié 1976), y con la fabricación de utensilios constatamos que las posibilidades mecánicas para machacar, triturar o cortar la comida exteriorizan aún más el aparato masticador humano, ahora, con el fuego, la “predigestión externa de los alimentos” (Morin 1973) influirá definitivamente en la relación entre organismo y alimento.
La naturaleza no hizo al hombre un animal esencialmente carnívoro. Sus antepasados se habían alimentado de hojas, semillas y frutos durante millones de años y la carne, cuyas grasas y proteínas proporcionan más energía con un volumen considerablemente menor de ingesta que la alimentación vegetal, exigió una adaptación (ya apuntada en el Homo habilis) a la nueva dieta no ya sólo de sus dientes, sino lo que es más importante, del sistema digestivo, con la disminución de los protozoos ciliados que digieren la celulosa de un régimen vegetariano normal en el tubo digestivo de los animales.
Este tratamiento del alimento, que pudo descubrirse por accidente, no sólo hace la carne más sabrosa, sino que también la ablanda y modifica parcialmente haciéndola más digerible que la cruda. Y muchos estudios sugieren que, por lo que respecta a los vegetales, su cocinado aumenta notablemente su digestibilidad, incrementa la cantidad de calorías y nutrientes que pueden ser absorbidas por la pared intestinal y reduce el tiempo de masticación y el desgaste de los dientes (Kakade y Liener 1973).
A.C. Leopold y R. Ardrey (1972) consideran que la utilización del fuego en la preparación de la comida debe ser tenida como una de las más importantes adaptaciones en el proceso evolutivo, ya que en su opinión amplió de manera importante las fuentes de alimento que pudo utilizar; en concreto los vegetales.
Plantean que la amplia presencia de sustancias tóxicas en las plantas (para repeler o disuadir de su uso a microorganismos, insectos, animales o humanos) debió restringir considerablemente su uso como comida al hombre primitivo. Ese abanico de sustancias químicas que son tóxicas o ponzoñosas ha sido apuntado en algunos lugares (Liener 1969) y sus consecuencias también (Whittaker y Feeny 1971). Inhibidores de enzimas, irritantes fisiológicos, alérgenos, componentes que alteran el sistema hormonal o, aunque menos tóxicos, antagónicos vitamínicos, son los grupos entre los que podemos repartir esas sustancias tóxicas, algunas muy extendidas en el reino vegetal, y que conllevan una relación interminable de alteraciones, entre las que podemos citar: favismo (por las legumbres), disfunción intestinal (por la saponina presente en aproximadamente 80 familias de plantas), alteración de los glóbulos rojos (por la hemaglutinina de las legumbres), alteración de la estructura del colágeno (por los latirógenos de los guisantes, entre otros), irritación intestinal y/o bucal (por la presencia de cristales de oxalato en algunos tubérculos, o de aceites, incluyendo muchos componentes cianogénicos, como ocurre en la familia de las berzas y otras), etc., etc. La mandioca, por ejemplo, es el tercer cultivo del mundo, por detrás del maíz y el arroz, y representa la base de la alimentación de numerosos habitantes de Latinoamérica, África y Asia. La planta acumula cianuro en las raíces y en las hojas. El proceso habitual de preparación, consistente en una maceración en agua varios días seguida del pelado y la cocción de los tubérculos, lo que diluye o evapora el cianuro. El 10 de marzo de 2005 28 niños murieron en Filipinas por comer mandioca que no había sido convenientemente preparada.
Si algunos animales han desarrollado diversos tipos de adaptaciones a las sustancias tóxicas de las plantas, entre las que la más común es la de enzimas que son capaces de metabolizar esos agentes químicos, Leopold y Ardrey sugieren que los humanos desarrollaron otro tipo de adaptación, en este caso no fisiológica, sino cultural, que fue el cocinado de las plantas, porque las proteínas o cadenas de polipéptidos son desarmadas por una acelerada oxidación y una elevada temperatura, o porque los cristales se pueden disolver, o porque las sustancias tóxicas se pueden diluir en el agua, que luego es desechada (Stahl 1984). Se preguntan, en fin, si la importancia de los recursos vegetales en la alimentación de los grupos humanos prehistóricos no habrá sido sobreestimada, al contrario de la opinión general, que sugiere que ha podido ser notablemente subestimada dado que los restos vegetales no persisten en el registro arqueológico. Estudios de cazadores recolectores de varias partes del mundo demuestran que la aportación de lo vegetal a la alimentación de esos grupos varía entre el 60 y el 80% en el caso de tribus tropicales a prácticamente nada en el caso de los esquimales (esto último es obvio). Lo que puede resultar significativo es que aun en el caso de las tribus tropicales, que disponen de una gran variedad de especies vegetales (84 especies de plantas en el caso de los bosquimanos !Kung de Bechuana), una gran proporción de las especies usadas como alimento son cocinadas antes de ser comidas.
En cualquier caso no es discutible que el fuego proporcionó al hombre un régimen alimenticio más eficaz, aumentó la variedad de sus menús y el espectro de alimentos de los que pudo disponer, y los miembros más ancianos y débiles pudieron comer con más facilidad, prolongando así su existencia. También, el cocinado de los alimentos tuvo que incorporar al grupo nuevas estrategias de organización interna en el ciclo de actividades cotidianas.
Y tal vez no sólo eso. A través de la modificación de la masticación y de la digestión se modifica la constitución osteo-muscular del cráneo, con el consiguiente efecto sobre la cerebralización y el metabolismo del individuo (Campbell 1967), por no insistir en algo que ya comentamos gace unas semanas, y es que el alimento predigerido pudo ser la causa (Aiello y Wheeler 1995) de una nueva reducción del aparato digestivo y de su consiguiente gasto metabólico (que es muy alto), lo que permitiría el desarrollo de un cerebro mucho mayor aun cuando nuestro metabolismo basal sea muy similar al de nuestros parientes más próximos.
La naturaleza no hizo al hombre un animal esencialmente carnívoro. Sus antepasados se habían alimentado de hojas, semillas y frutos durante millones de años y la carne, cuyas grasas y proteínas proporcionan más energía con un volumen considerablemente menor de ingesta que la alimentación vegetal, exigió una adaptación (ya apuntada en el Homo habilis) a la nueva dieta no ya sólo de sus dientes, sino lo que es más importante, del sistema digestivo, con la disminución de los protozoos ciliados que digieren la celulosa de un régimen vegetariano normal en el tubo digestivo de los animales.
Este tratamiento del alimento, que pudo descubrirse por accidente, no sólo hace la carne más sabrosa, sino que también la ablanda y modifica parcialmente haciéndola más digerible que la cruda. Y muchos estudios sugieren que, por lo que respecta a los vegetales, su cocinado aumenta notablemente su digestibilidad, incrementa la cantidad de calorías y nutrientes que pueden ser absorbidas por la pared intestinal y reduce el tiempo de masticación y el desgaste de los dientes (Kakade y Liener 1973).
A.C. Leopold y R. Ardrey (1972) consideran que la utilización del fuego en la preparación de la comida debe ser tenida como una de las más importantes adaptaciones en el proceso evolutivo, ya que en su opinión amplió de manera importante las fuentes de alimento que pudo utilizar; en concreto los vegetales.
Plantean que la amplia presencia de sustancias tóxicas en las plantas (para repeler o disuadir de su uso a microorganismos, insectos, animales o humanos) debió restringir considerablemente su uso como comida al hombre primitivo. Ese abanico de sustancias químicas que son tóxicas o ponzoñosas ha sido apuntado en algunos lugares (Liener 1969) y sus consecuencias también (Whittaker y Feeny 1971). Inhibidores de enzimas, irritantes fisiológicos, alérgenos, componentes que alteran el sistema hormonal o, aunque menos tóxicos, antagónicos vitamínicos, son los grupos entre los que podemos repartir esas sustancias tóxicas, algunas muy extendidas en el reino vegetal, y que conllevan una relación interminable de alteraciones, entre las que podemos citar: favismo (por las legumbres), disfunción intestinal (por la saponina presente en aproximadamente 80 familias de plantas), alteración de los glóbulos rojos (por la hemaglutinina de las legumbres), alteración de la estructura del colágeno (por los latirógenos de los guisantes, entre otros), irritación intestinal y/o bucal (por la presencia de cristales de oxalato en algunos tubérculos, o de aceites, incluyendo muchos componentes cianogénicos, como ocurre en la familia de las berzas y otras), etc., etc. La mandioca, por ejemplo, es el tercer cultivo del mundo, por detrás del maíz y el arroz, y representa la base de la alimentación de numerosos habitantes de Latinoamérica, África y Asia. La planta acumula cianuro en las raíces y en las hojas. El proceso habitual de preparación, consistente en una maceración en agua varios días seguida del pelado y la cocción de los tubérculos, lo que diluye o evapora el cianuro. El 10 de marzo de 2005 28 niños murieron en Filipinas por comer mandioca que no había sido convenientemente preparada.
Si algunos animales han desarrollado diversos tipos de adaptaciones a las sustancias tóxicas de las plantas, entre las que la más común es la de enzimas que son capaces de metabolizar esos agentes químicos, Leopold y Ardrey sugieren que los humanos desarrollaron otro tipo de adaptación, en este caso no fisiológica, sino cultural, que fue el cocinado de las plantas, porque las proteínas o cadenas de polipéptidos son desarmadas por una acelerada oxidación y una elevada temperatura, o porque los cristales se pueden disolver, o porque las sustancias tóxicas se pueden diluir en el agua, que luego es desechada (Stahl 1984). Se preguntan, en fin, si la importancia de los recursos vegetales en la alimentación de los grupos humanos prehistóricos no habrá sido sobreestimada, al contrario de la opinión general, que sugiere que ha podido ser notablemente subestimada dado que los restos vegetales no persisten en el registro arqueológico. Estudios de cazadores recolectores de varias partes del mundo demuestran que la aportación de lo vegetal a la alimentación de esos grupos varía entre el 60 y el 80% en el caso de tribus tropicales a prácticamente nada en el caso de los esquimales (esto último es obvio). Lo que puede resultar significativo es que aun en el caso de las tribus tropicales, que disponen de una gran variedad de especies vegetales (84 especies de plantas en el caso de los bosquimanos !Kung de Bechuana), una gran proporción de las especies usadas como alimento son cocinadas antes de ser comidas.
En cualquier caso no es discutible que el fuego proporcionó al hombre un régimen alimenticio más eficaz, aumentó la variedad de sus menús y el espectro de alimentos de los que pudo disponer, y los miembros más ancianos y débiles pudieron comer con más facilidad, prolongando así su existencia. También, el cocinado de los alimentos tuvo que incorporar al grupo nuevas estrategias de organización interna en el ciclo de actividades cotidianas.
Y tal vez no sólo eso. A través de la modificación de la masticación y de la digestión se modifica la constitución osteo-muscular del cráneo, con el consiguiente efecto sobre la cerebralización y el metabolismo del individuo (Campbell 1967), por no insistir en algo que ya comentamos gace unas semanas, y es que el alimento predigerido pudo ser la causa (Aiello y Wheeler 1995) de una nueva reducción del aparato digestivo y de su consiguiente gasto metabólico (que es muy alto), lo que permitiría el desarrollo de un cerebro mucho mayor aun cuando nuestro metabolismo basal sea muy similar al de nuestros parientes más próximos.
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