Si es correcto o no pensar que al principio el fuego sirvió al hombre fundamentalmente como un arma de defensa (si el origen de su uso se dio en África) como han sugerido algunos, o para proporcionar calor (si apareció en las latitudes templadas), no hay duda, por el contrario, de que con el tiempo descubrió que podía valerse de él con múltiples propósitos. La óptica desde la cual trataré esta serie de colgajos que inicio sobre el fuego es la de la utilidad o los beneficios inmediatos que la posesión o el control de este elemento pudo reportar a la subsistencia del hombre prehistórico, aunque ni necesaria ni seguramente hubieron de ser percibidos todos desde el principio.
La primera de las propiedades del fuego y más evidente es la irradiación de calor, y tal vez en ello pudo consistir su atractivo primero para el hombre.
La razón de la pérdida de pelo en los humanos es en realidad desconocida. P. Wheeler (1984) considera que fue posterior a la adopción del bipedismo, aunque ambos procesos estarían relacionados y dirigidos a mantener el cuerpo refrigerado en un ambiente caluroso como el de la sabana, que incluso podría haber permitido a los homínidos actuar en las horas más sofocantes del día, evitando así el peligro de los predadores (actuar en el mismo nicho pero en distintos momentos del día disminuye el riesgo). La postura erguida reduce en un 60% la cantidad de calor absorbido por la piel y expone una mayor superficie corporal a las corrientes de aire, que enfriarían mejor el cuerpo sin ese escudo de pelo, que en cualquier caso sería conveniente conservar en la cabeza y en los hombros.
Sin embargo la denudación de la piel del hombre, fuera por esa o por otras causas (sea como fuere tuvo que suponer una ventaja adaptativa, porque de lo contrario no habría sido seleccionada), es poco favorable para la ocupación de tierras más inhóspitas que las del solar africano, por las que ya se aventuró el Homo erectus. De hecho, algunas opiniones que tradicionalmente han considerado que el control del fuego en África y Próximo Oriente se produce con retraso respecto a Asia y Europa se basaban en que allí se daban unas condiciones climáticas menos rigurosas, y es así que muchos prehistoriadores han dado una gran importancia a este aspecto del fuego bajo dos ángulos diferentes: la “colonización” de las regiones frías, y las técnicas de conservación del calor en el interior de las habitaciones.
De esta manera los cazadores que habitaron Europa en la última glaciación hubieron de descubrir que el fuego era esencial para su vida, y en sus cabañas arderían los hogares, convirtiéndose, como han indicado A. Leroi-Gourhan y M. Brezillón (1972), en los centros nucleares de la habitación y jugando un papel centralizador en la vida social (que pudo favorecer el desarrollo de la comunicación y del lenguaje), alrededor de los cuales se llegarían a describir círculos destinados a distintas actividades dependiendo de su proximidad a él.
Se ha asumido muy a menudo que el hombre no habría podido vivir en la zona euroasiática sin fuego, significando su mayor contribución a esa colonización la de proporcionar calor. No obstante hay investigadores que opinan que la colonización euroasiática es muy anterior a su domesticación, y que por tanto el hombre se adentró en estas latitudes sin él. La información con la que se cuenta no parece que de, de hecho no da, ningún apoyo a lo primero; los rastros de combustión con más de un millón de años son pocos, inciertos y sólo se dan en África, y sin embargo por esa época ya hacía tiempo que se había alcanzado Asia y se estaban moviendo grupos humanos por el occidente europeo -el equipo de Atapuerca está aportando fechas actualmente de casi 1.5 M.a para la llegada del hombre a la Península Ibérica.
En cualquier caso no se puede decir mucho sobre qué grado de necesidad del fuego por el calor tenían esas gentes para ocupar las regiones templadas, ni al inicio de la colonización ni tampoco después, por ejemplo, ya con el hombre de Neandertal, y las hipótesis o conjeturas pueden abarcar todo el espectro. Para algunos investigadores, como E. Trinkaus, las características somáticas de esa especie no le harían especialmente dependiente y T. Simpson, que escribió sobre los esquimales (con quienes han sido comparados en numerosas ocasiones los neandertales por presentar rasgos similares de adaptación al frío; notable volumen corporal y acortamiento de las extremidades para reducir la pérdida de calor) cazadores de ballenas (1843) indicó que estas gentes “no parecen pensar nunca en el fuego como medio de atemperar el ambiente- sus lámparas se usan para cocinar, iluminar, derretir nieve y secar las ropas más que para calentar el aire”. Que utilicen la grasa de ballena tanto como combustible como comida (los ácidos grasos omega 3 han ganado un merecido prestigio desde que se descubrió que los esquimales -que comían ingentes cantidades de grasa de ballena- tenían muy baja incidencia de enfermedad coronaria. La dieta de los esquimales de Groenlandia supone un aporte de 7gr./día de ácidos grasos omega 3 frente a los 0.06 gr./día de la mayoría de los americanos y europeos) nos recordaría, en opinión de algunos, que su valor calorífico es teóricamente el mismo si se quema como si se digiere (algo sobre lo que ciertamente no estoy en disposición de pronunciarme). Se estima, por ejemplo, que entre los yámana y los alakaluf de la Tierra del Fuego era indispensable consumir entre 150 y 300 gramos diarios por persona de grasas derretidas de pescado para mantener su elevado metabolismo adaptado al frío extremo de la región. Así que por extensión, los cazadores de mamuts de Moravia, por ejemplo, pudieron alimentar sus fuegos con el tuétano extraido de los huesos largos de esos animales, partidos por la mitad para ese propósito (Absolon 1929), pero hay pocas dudas de que fue bien valorado como comida. Sin embargo, y siguiendo con los neandertales, hay quien ha considerado, como C. Coon (1955), que el fuego lo utilizaron para calentarse y para protegerse, y no para cocinar. Esta idea se apoyaba en el hecho de que las ocupaciones musterienses parecían presentar un patrón de manipulación de los huesos para la obtención de la médula distinto del que se registraba en depósitos paleolíticos posteriores. Así, mientras en las ocupaciones neandertales los huesos largos aparecían hendidos longitudinalmente para extraer el tuétano, en periodos posteriores eran partidos por la mitad. Extraer la médula según esta última forma de rotura resulta latoso en huesos frescos, que en cualquier eran fracturados con ese propósito, pero puede ser sorbida fácilmente cuando han sido cocinados. Parece sugerente, pero en cualquier caso hay altos porcentajes de huesos carbonizados en sitios neandertales en Europa que parecen difíciles de explicar a menos que representen restos de comida cocinada, si no eran combustible, claro.
Dado que toda combustión proporciona calor con independencia de que esa sea su finalidad primaria, las pruebas que podríamos manejar para pensar que la función de un hogar era la calorífera, por encima de cualquier otra, es el deseo de la conservación del calor observable a partir de su morfología o de los combustibles que se aportaron a la combustión. Por ejemplo los hogares recubiertos por una capa de piedra, o con un círculo de ellas a su alrededor mantendrían más favorablemente la temperatura. Éstas actuarían a modo de estufas, revirtiendo lentamente a la atmósfera el calor acumulado una vez que la combustión hubiera terminado. El hogar I de Saint Marcel descrito por el Dr. Allain (1953) pretende dar una visión detallada de este tipo de estructuras, tratándose de un hogar en cubeta recubierto por piedras que fueron colocadas sobre las brasas, si bien es cierto que las piedras calentadas podrían no tener una función exclusiva, sino varias utilidades, y que es prácticamente imposible determinar cuál fue su destino exacto. R. Nougier llegó a hablar de un “calentador colectivo” en la cueva de La Vache, siendo éste un hogar-fosa (1956), aunque hoy en día esa opinión no es apenas aceptada.
La primera de las propiedades del fuego y más evidente es la irradiación de calor, y tal vez en ello pudo consistir su atractivo primero para el hombre.
La razón de la pérdida de pelo en los humanos es en realidad desconocida. P. Wheeler (1984) considera que fue posterior a la adopción del bipedismo, aunque ambos procesos estarían relacionados y dirigidos a mantener el cuerpo refrigerado en un ambiente caluroso como el de la sabana, que incluso podría haber permitido a los homínidos actuar en las horas más sofocantes del día, evitando así el peligro de los predadores (actuar en el mismo nicho pero en distintos momentos del día disminuye el riesgo). La postura erguida reduce en un 60% la cantidad de calor absorbido por la piel y expone una mayor superficie corporal a las corrientes de aire, que enfriarían mejor el cuerpo sin ese escudo de pelo, que en cualquier caso sería conveniente conservar en la cabeza y en los hombros.
Sin embargo la denudación de la piel del hombre, fuera por esa o por otras causas (sea como fuere tuvo que suponer una ventaja adaptativa, porque de lo contrario no habría sido seleccionada), es poco favorable para la ocupación de tierras más inhóspitas que las del solar africano, por las que ya se aventuró el Homo erectus. De hecho, algunas opiniones que tradicionalmente han considerado que el control del fuego en África y Próximo Oriente se produce con retraso respecto a Asia y Europa se basaban en que allí se daban unas condiciones climáticas menos rigurosas, y es así que muchos prehistoriadores han dado una gran importancia a este aspecto del fuego bajo dos ángulos diferentes: la “colonización” de las regiones frías, y las técnicas de conservación del calor en el interior de las habitaciones.
De esta manera los cazadores que habitaron Europa en la última glaciación hubieron de descubrir que el fuego era esencial para su vida, y en sus cabañas arderían los hogares, convirtiéndose, como han indicado A. Leroi-Gourhan y M. Brezillón (1972), en los centros nucleares de la habitación y jugando un papel centralizador en la vida social (que pudo favorecer el desarrollo de la comunicación y del lenguaje), alrededor de los cuales se llegarían a describir círculos destinados a distintas actividades dependiendo de su proximidad a él.
Se ha asumido muy a menudo que el hombre no habría podido vivir en la zona euroasiática sin fuego, significando su mayor contribución a esa colonización la de proporcionar calor. No obstante hay investigadores que opinan que la colonización euroasiática es muy anterior a su domesticación, y que por tanto el hombre se adentró en estas latitudes sin él. La información con la que se cuenta no parece que de, de hecho no da, ningún apoyo a lo primero; los rastros de combustión con más de un millón de años son pocos, inciertos y sólo se dan en África, y sin embargo por esa época ya hacía tiempo que se había alcanzado Asia y se estaban moviendo grupos humanos por el occidente europeo -el equipo de Atapuerca está aportando fechas actualmente de casi 1.5 M.a para la llegada del hombre a la Península Ibérica.
En cualquier caso no se puede decir mucho sobre qué grado de necesidad del fuego por el calor tenían esas gentes para ocupar las regiones templadas, ni al inicio de la colonización ni tampoco después, por ejemplo, ya con el hombre de Neandertal, y las hipótesis o conjeturas pueden abarcar todo el espectro. Para algunos investigadores, como E. Trinkaus, las características somáticas de esa especie no le harían especialmente dependiente y T. Simpson, que escribió sobre los esquimales (con quienes han sido comparados en numerosas ocasiones los neandertales por presentar rasgos similares de adaptación al frío; notable volumen corporal y acortamiento de las extremidades para reducir la pérdida de calor) cazadores de ballenas (1843) indicó que estas gentes “no parecen pensar nunca en el fuego como medio de atemperar el ambiente- sus lámparas se usan para cocinar, iluminar, derretir nieve y secar las ropas más que para calentar el aire”. Que utilicen la grasa de ballena tanto como combustible como comida (los ácidos grasos omega 3 han ganado un merecido prestigio desde que se descubrió que los esquimales -que comían ingentes cantidades de grasa de ballena- tenían muy baja incidencia de enfermedad coronaria. La dieta de los esquimales de Groenlandia supone un aporte de 7gr./día de ácidos grasos omega 3 frente a los 0.06 gr./día de la mayoría de los americanos y europeos) nos recordaría, en opinión de algunos, que su valor calorífico es teóricamente el mismo si se quema como si se digiere (algo sobre lo que ciertamente no estoy en disposición de pronunciarme). Se estima, por ejemplo, que entre los yámana y los alakaluf de la Tierra del Fuego era indispensable consumir entre 150 y 300 gramos diarios por persona de grasas derretidas de pescado para mantener su elevado metabolismo adaptado al frío extremo de la región. Así que por extensión, los cazadores de mamuts de Moravia, por ejemplo, pudieron alimentar sus fuegos con el tuétano extraido de los huesos largos de esos animales, partidos por la mitad para ese propósito (Absolon 1929), pero hay pocas dudas de que fue bien valorado como comida. Sin embargo, y siguiendo con los neandertales, hay quien ha considerado, como C. Coon (1955), que el fuego lo utilizaron para calentarse y para protegerse, y no para cocinar. Esta idea se apoyaba en el hecho de que las ocupaciones musterienses parecían presentar un patrón de manipulación de los huesos para la obtención de la médula distinto del que se registraba en depósitos paleolíticos posteriores. Así, mientras en las ocupaciones neandertales los huesos largos aparecían hendidos longitudinalmente para extraer el tuétano, en periodos posteriores eran partidos por la mitad. Extraer la médula según esta última forma de rotura resulta latoso en huesos frescos, que en cualquier eran fracturados con ese propósito, pero puede ser sorbida fácilmente cuando han sido cocinados. Parece sugerente, pero en cualquier caso hay altos porcentajes de huesos carbonizados en sitios neandertales en Europa que parecen difíciles de explicar a menos que representen restos de comida cocinada, si no eran combustible, claro.
Dado que toda combustión proporciona calor con independencia de que esa sea su finalidad primaria, las pruebas que podríamos manejar para pensar que la función de un hogar era la calorífera, por encima de cualquier otra, es el deseo de la conservación del calor observable a partir de su morfología o de los combustibles que se aportaron a la combustión. Por ejemplo los hogares recubiertos por una capa de piedra, o con un círculo de ellas a su alrededor mantendrían más favorablemente la temperatura. Éstas actuarían a modo de estufas, revirtiendo lentamente a la atmósfera el calor acumulado una vez que la combustión hubiera terminado. El hogar I de Saint Marcel descrito por el Dr. Allain (1953) pretende dar una visión detallada de este tipo de estructuras, tratándose de un hogar en cubeta recubierto por piedras que fueron colocadas sobre las brasas, si bien es cierto que las piedras calentadas podrían no tener una función exclusiva, sino varias utilidades, y que es prácticamente imposible determinar cuál fue su destino exacto. R. Nougier llegó a hablar de un “calentador colectivo” en la cueva de La Vache, siendo éste un hogar-fosa (1956), aunque hoy en día esa opinión no es apenas aceptada.
2 comentarios:
La tercera utilidad del fuego, cocinar, ha sido tan o más importante para la supervivencia que su uso para defensa o para calentarse: ablanda alimentos duros que, si no, serían incomestibles, aumenta la digeribilidad de otros, el calor descompone tóxicos permitiendo comer comestibles prohibidos, y también (a partir de contar con recipientes, que podrían ser envolturas con hojas de plátano o similares) permite cocer guisos que mezclan verduras y carnes.
Dieta compensada, vaya. Paleodietética.
Así es FXavier, y de hecho pensaba tratarla en "El fuego (III)", siendo el II la luz y el IV la transformación de materias. Un saludo y gracias por tu visita y comentario.
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