CURIOSO INCIDENTE EN EL PLANETA/ESPEJO ARREIT
“Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte”
(Julio Cortázar, “Bolero”)
…y seguía yo conduciendo mi minimonolito descapotable a la vuelta del congreso de “Monolitos sin fronteras” –que menudo pestiño, ya os contaré otro día- cuando, para visitar una estación de servicio y que me cambiaran el aceite, descendí a un planeta/espejo llamado Arreit, que está justo al otro lado del Universo, como si dijéramos en las antípodas de la Tierra, y en el que casi todo está al revés. La estación, que estaba cerca de una ciudad llamada Nikep (a la que otros llamaban Nijeb), no estaba mal, con sus surtidores todos nuevos, los servicios limpísimos y una tienda de esas en las que venden de casi todo. Aproveché para comer algo y, entonces, me enteré por la radio de que se celebraban unos Juegos Olímpicos -de esos en los que la gente corre, salta y da esplendor al body a base de sudar como bellacos- y que a esa ciudad llegaba al día siguiente una antorcha después de pasar por un yacimiento arqueológico donde se encontraban las primeras evidencias del uso del fuego en el planeta Arreit. Me pareció un detalle bonito eso de guardar respeto y homenajear a unos antecessores con inventiva e iniciativa propia, que habían puesto las primeras piedras del difícil y equívoco arte de convertir en presunta cultura gastronómica, propia de refinados y civilizados gourmets, el asesinato premeditado y posterior cocinado de víctimas propiciatorias en el altar tiznado de la hoguera de una cueva, durante la Prehistoria más lejana, o en el más limpio y aséptico de los fogones del más encumbrado y pedante de los restaurantes de la “nouvelle cuisine” bocusiana, en la actualidad. El locutor decía:
“Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte”
(Julio Cortázar, “Bolero”)
…y seguía yo conduciendo mi minimonolito descapotable a la vuelta del congreso de “Monolitos sin fronteras” –que menudo pestiño, ya os contaré otro día- cuando, para visitar una estación de servicio y que me cambiaran el aceite, descendí a un planeta/espejo llamado Arreit, que está justo al otro lado del Universo, como si dijéramos en las antípodas de la Tierra, y en el que casi todo está al revés. La estación, que estaba cerca de una ciudad llamada Nikep (a la que otros llamaban Nijeb), no estaba mal, con sus surtidores todos nuevos, los servicios limpísimos y una tienda de esas en las que venden de casi todo. Aproveché para comer algo y, entonces, me enteré por la radio de que se celebraban unos Juegos Olímpicos -de esos en los que la gente corre, salta y da esplendor al body a base de sudar como bellacos- y que a esa ciudad llegaba al día siguiente una antorcha después de pasar por un yacimiento arqueológico donde se encontraban las primeras evidencias del uso del fuego en el planeta Arreit. Me pareció un detalle bonito eso de guardar respeto y homenajear a unos antecessores con inventiva e iniciativa propia, que habían puesto las primeras piedras del difícil y equívoco arte de convertir en presunta cultura gastronómica, propia de refinados y civilizados gourmets, el asesinato premeditado y posterior cocinado de víctimas propiciatorias en el altar tiznado de la hoguera de una cueva, durante la Prehistoria más lejana, o en el más limpio y aséptico de los fogones del más encumbrado y pedante de los restaurantes de la “nouvelle cuisine” bocusiana, en la actualidad. El locutor decía:
--“…En el amanecer del próximo 7 de agosto, un día antes de que den comienzo los Juegos, la antorcha llegará al yacimiento de Naiduohkouhz. Se supone que sin mayores medidas de seguridad. Quizás sea el momento para encender ahí una bonita hoguera…”
En fin, no le di más importancia al hecho y me dispuse a pasar la noche en un apañado, aunque añejo, motelito que se situaba cerca de la estación de servicio, a las afueras de la ciudad. Dejé mi minimonolito deportivo en el garaje y me dirigí a Recepción donde me acogió con un entusiasmo a todas luces excesivo un encorbado y amarillento personaje, que con su sobreactuación forzada me dio la llave de mi habitación a la vez que pretendía hacerme creer que mi estancia aquella noche allí era lo más emocionante que le había pasado en toda su vida. Pasaba yo por delante del bar, camino de mi habitación, cuando me di cuenta de que, sobre una tarima de falso cedro del Líbano, actuaba, cantando mejor que nunca, un replicante clónico de Frank Sinatra -de la conocida empresa Positronic Stars- que, con peluquín gris, traje negro y pajarita, atacaba en aquel momento mi canción favorita, esa que pongo a todo volumen y tarareo “por lo bajini” cuando paso zizageando a toda pastilla por el cinturón de asteroides, sorteando obstáculos como un as de aviación de la Primera Guerra Mundial:
--♫♫♫♫ Fly me to the moon / let me play among the stars, /let me see what spring is like / on a-jupiter and mars. / In other words, hold my hand, / in other words, baby, kiss me. / Fill my heart with song…♫♫♫♫
Claro, eso era toda una provocación, así que entré. El bar tenía una decoración similar a los bares coloniales ingleses de estilo neoclásico del siglo XIX y comienzos del XX y, acodado suficientemente a la barra, un solitario cliente, vestido con una curiosa túnica roja con ribetes amarillos, ante un vaso lleno y cinco ya vacíos, que, por el tufillo del ambiente, parecían haber contenido todos variantes milimétricas de Singapures Slings (1), famoso cóctel que pudo muy bien haber servido para evadirse de la casquivana realidad a la divina Ava Gardner, cuando se hospedaba en el Hotel Raffles de Singapur, donde se inventó este sublime brebaje. En vista de que el barman tenía el brazo ya caliente y la coctelera con suficiente rodaje, articulé un displicente: –tomaré lo mismo que el señor-, mientras me sentaba en una butaca forrada de supuesto fieltro rojo, ante una mesa de presunta caoba.
No bien me hube acomodado, sonó detrás de mí un balbuceante –ffbueena eleejción gcaaballeroo…- que parecía provenir del antiguamente bien acodado en la barra monocliente del establecimiento y, en aquel momento, en rumbo inconstante de aparente colisión con mi mesa. Tuve el tiempo apenas preciso para levantarme y ponerle una pequeña butaca justo debajo de donde parecía que se iba a desplomar, que, todo hay que decirlo, recibió al cuerpo cayente con eficacia, pero con un crujido inquietante, a la vez que el barman aplaudía en silencio mi acción y ponía el pulgar hacia arriba mientras decía:
–Desde luego, al señor hoy lo invita la casa…
Un profundo ¡auuffggg!, con la mirada vacua del monocliente hacia el techo fue el preludio de un aparente descenso hacia las profundidades insondables de un sopor precomatoso, mientras cerraba lentamente los ojos.
-No se confunda –dijo el camarero- el Amal Ialad es buena persona y un jefe justo y prudente, lo que pasa es que estos días se celebran unos Juegos Olímpicos que le traen muy malos recuerdos…, recuerdos más amargos que la angostura…, de cuando su pueblo, un pequeño país del norte encaramado en montañas altísimas, fue sojuzgado…
-¿Sí, qué le pasó?- pregunté, más bien desinteresado, pero cortés.
-Es una historia larga y muy antigua –dijo mientras limpiaba vasos de aparente vidrio de Bohemia con un inmaculado paño blanco de supuesto algodón. Todo pasó hace más de cuarenta años –siguió, como era de temer, el maestro coctelero-, cuando este país en el que estamos organizó sus primeros Juegos Olímpicos, ya hacía un tiempo que había invadido el Tebit, su patria, del que nuestro amado jefe era también su mandatario supremo y guía espiritual. Aprovechando la publicidad de los medios, los tebitanos organizaron una revuelta para desalojar al invasor, que éramos nosotros los Sonihc, y hubo protestas, manifestaciones, heridos y algún que otro muerto. Las cosas evolucionaron muy deprisa, la comunidad internacional se puso de parte de la Revolución tebitana, mimaba a mi jefe y cuando todo estaba a punto y el Tebit iba a ser liberado, el Amal Ialad se hechó atrás y abandonó a su pueblo.
-¿Por qué lo hizo?
-Porque se dio cuenta de que él sólo les podía ofrecer el hecho de ser la reencarnación de Adub, un ser legendario, y que no sabía nada de cómo gobernar de verdad un pueblo en un mundo a todas luces ya postmedieval...
-¡Increíble, vaya lucidez! –exclamé, asombrado por lo inusual del hecho- De todas formas, ese es un buen dilema, ¡pobres de los pueblos que tienen que escoger entre un gobierno opresor que invade su territorio o un tipo iluminado que dice ser la reencarnación de un ser divino…!
-Así es –dijo el barman mientras secaba cucharillas, con cara de recochineo, y las ponía sobre una servilleta de pretendido lino color burdeos-, pero tampoco se crea usted que la aparentemente ideal alternativa de despejar continuamente la eternas paradojas que surgen de las inocentes urnas –dijo subrayando lo de “inocentes” con cierto retintín- es mucho mejor…, ya me lo advirtió un día un amigo que trabajaba en el “Departamento De Desarrollo De Nuevos Argumentos Igualmente Estúpidos Que No Pongan En Tela De Juicio La Paradoja De Las Urnas”. Este planeta no tiene remedio, caballero, y el pobre Amal Ialad no levanta cabeza desde entonces... ¿Al señor le ha gustado mi Singapur Sling?
-Bueno, considerando que la ginebra estaba hecha con enebro sintético, el Cherry Brandy con cerezas transgénicas gigantes, el Cointreau con esencia de naranjas de la China deshidratadas y al Benedictine nadie le había cantado una misa en gregoriano como es pertinente…, la granadina era roja, como era de prever, y la angostura más amarga que el futuro del hígado de su jefe…, así que el resultado de su “Honda de Singapur” me ha sentado como una piedra lanzada a la misma boca del estómago, luego…, no estaba tan mal, considerando que, después de todo, era algo así lo que yo venía buscando…, pero, según usted, ¿cuál sería la solución a ese problema de realpolitik tebitano?
-Gracias caballero, veo que el señor es un entendido en cuestión de combinados... y contradicciones propias -dijo, no sin cierta dosis de sorna, el mamoncete resabiado del camarero, vestido con un smoking barato de auténtica tela sintética-, repare, sin embargo, en que el problema de quienes nos gobiernan es siempre el mismo: su gigantesca e incombustible voluntad de mandar, la que les hace repetir viejos y conocidos errores con tal de perpetuarse en el poder..., ¿la solución?, no sé, quizá no haya que buscar en sabios y sesudos libros de filosofía política…, hace muchos años, mientras esperaba un tren en una antigua y destartalada estación, compré en su quiosco una novela barata de ciencia ficción cuyo autor no recuerdo. La traducción parecía bastante mala y la novela no era, probablemente, mucho mejor, pero partía de una idea brillante: en un planeta se hacía un test muy completo a todos sus habitantes, se excluía después a todos aquellos incapacitados por alguna causa psíquica y también a todos a quienes les gustara el poder o tuvieran deseos evidentes de mandar. Entre todos los restantes se hacía un sorteo y, al que le tocaba, tenía que gobernar el planeta durante un tiempo…, naturalmente este poder era siempre recibido con disgusto, porque el que lo recibía nunca lo deseaba y, por lo tanto, no sentía ningún apego hacia él… luego, si tocaba hacer cosas impopulares pero necesarias, simplemente las hacía…
-Pero, ¿y si las hacía “simplemente” para que le apartaran del poder, aunque no fueran necesarias? Además siempre estaría el asunto de quien hacía los test y los sorteos, ya se sabe que quien parte y reparte… –dije poniéndome en plan tocanarices…
-¡Ah…, la humana condición! –exclamó histriónico mientras limpiaba una botella rellenada de auténtico vodka de garrafa- ¿quien sabe, dónde puede estar el límite de la maldad, la infamia o la simulación…?, pero el test era verdaderamente bueno y se suponía que detectaba estas cosas…, de todas formas, ya le advertí al señor que se trataba de una novela que probablemente no era muy buena…
-¿Una novela mala…, uuhm…, cómo la vida misma?
-Como la vida misma –dijo cortante el barman mientras agitaba con eficiencia la coctelera y me preparaba otra versión espuria de su Singapur Sling que sobresaltara mis invisibles e inmateriales circuitos de ordenador expsicópata y camuflado en el planeta/espejo Arreit, que, bien mirado, era menos espejo de lo que creí al principio.
El monocliente precomatoso persistía en permanecer en su estado de inconsciencia profunda, reencarnada, beatífica y roncadora alternante, mientras Frank, a quien nadie había dado vela en aquel entierro, seguía cantando “As time goes by”, como para disimular y travestirse de pianista negro en un bar americano situado en una ciudad lejana y exótica:
–♫♫♫♫…And when two lovers woo / They still say: "I love you"/ On that you can rely / No matter what the future brings /As time goes by…♫♫♫♫,
...y yo me fui a dormir, aunque mi entusiasmo por la misión seguía incólume.
Fdo.: HAL9000
(1) Singapur Sling: creación de principios de el siglo XX de un genio nada olvidado de la coctelería –mucha gente brinda todos los días a la salud de Mr. Ngiam Tong Boon- que trabajaba en el mítico Hotel Raffles de Singapur. Si el nombre de su creador no se ha olvidado, la receta sí, aunque, si os animáis a intentarlo, la fórmula más aceptada es: en una coctelera, sin poner ni una pizca de hielo de agua mineral blanda, de montaña, verted 3/10 de ginebra inglesa, 2/10 de Cherry Brandy (licor de cerezas), 4/10 de zumo de piña, 1/10 de zumo de lima o limón, un chorrito suficiente de Cointreau, otro de Benedictine, unas gotas de granadina y otras de angostura. Sírvase en una copa o vaso alto y adórnese con una cereza al marrasquino, una rodaja entera de limón, otra de naranja y unas hojitas de menta fresca. Añadid en la copa un poco del hielo picado de agua mineral de montaña que nos habremos guardado muy bien de poner en la coctelera previamente, como ya he dicho antes y no quiero repetir más. Hay quien le añade soda, pero es un error tan lamentable como horroroso que debería estar tipificado en el código penal como delito grave.
En fin, no le di más importancia al hecho y me dispuse a pasar la noche en un apañado, aunque añejo, motelito que se situaba cerca de la estación de servicio, a las afueras de la ciudad. Dejé mi minimonolito deportivo en el garaje y me dirigí a Recepción donde me acogió con un entusiasmo a todas luces excesivo un encorbado y amarillento personaje, que con su sobreactuación forzada me dio la llave de mi habitación a la vez que pretendía hacerme creer que mi estancia aquella noche allí era lo más emocionante que le había pasado en toda su vida. Pasaba yo por delante del bar, camino de mi habitación, cuando me di cuenta de que, sobre una tarima de falso cedro del Líbano, actuaba, cantando mejor que nunca, un replicante clónico de Frank Sinatra -de la conocida empresa Positronic Stars- que, con peluquín gris, traje negro y pajarita, atacaba en aquel momento mi canción favorita, esa que pongo a todo volumen y tarareo “por lo bajini” cuando paso zizageando a toda pastilla por el cinturón de asteroides, sorteando obstáculos como un as de aviación de la Primera Guerra Mundial:
--♫♫♫♫ Fly me to the moon / let me play among the stars, /let me see what spring is like / on a-jupiter and mars. / In other words, hold my hand, / in other words, baby, kiss me. / Fill my heart with song…♫♫♫♫
Claro, eso era toda una provocación, así que entré. El bar tenía una decoración similar a los bares coloniales ingleses de estilo neoclásico del siglo XIX y comienzos del XX y, acodado suficientemente a la barra, un solitario cliente, vestido con una curiosa túnica roja con ribetes amarillos, ante un vaso lleno y cinco ya vacíos, que, por el tufillo del ambiente, parecían haber contenido todos variantes milimétricas de Singapures Slings (1), famoso cóctel que pudo muy bien haber servido para evadirse de la casquivana realidad a la divina Ava Gardner, cuando se hospedaba en el Hotel Raffles de Singapur, donde se inventó este sublime brebaje. En vista de que el barman tenía el brazo ya caliente y la coctelera con suficiente rodaje, articulé un displicente: –tomaré lo mismo que el señor-, mientras me sentaba en una butaca forrada de supuesto fieltro rojo, ante una mesa de presunta caoba.
No bien me hube acomodado, sonó detrás de mí un balbuceante –ffbueena eleejción gcaaballeroo…- que parecía provenir del antiguamente bien acodado en la barra monocliente del establecimiento y, en aquel momento, en rumbo inconstante de aparente colisión con mi mesa. Tuve el tiempo apenas preciso para levantarme y ponerle una pequeña butaca justo debajo de donde parecía que se iba a desplomar, que, todo hay que decirlo, recibió al cuerpo cayente con eficacia, pero con un crujido inquietante, a la vez que el barman aplaudía en silencio mi acción y ponía el pulgar hacia arriba mientras decía:
–Desde luego, al señor hoy lo invita la casa…
Un profundo ¡auuffggg!, con la mirada vacua del monocliente hacia el techo fue el preludio de un aparente descenso hacia las profundidades insondables de un sopor precomatoso, mientras cerraba lentamente los ojos.
-No se confunda –dijo el camarero- el Amal Ialad es buena persona y un jefe justo y prudente, lo que pasa es que estos días se celebran unos Juegos Olímpicos que le traen muy malos recuerdos…, recuerdos más amargos que la angostura…, de cuando su pueblo, un pequeño país del norte encaramado en montañas altísimas, fue sojuzgado…
-¿Sí, qué le pasó?- pregunté, más bien desinteresado, pero cortés.
-Es una historia larga y muy antigua –dijo mientras limpiaba vasos de aparente vidrio de Bohemia con un inmaculado paño blanco de supuesto algodón. Todo pasó hace más de cuarenta años –siguió, como era de temer, el maestro coctelero-, cuando este país en el que estamos organizó sus primeros Juegos Olímpicos, ya hacía un tiempo que había invadido el Tebit, su patria, del que nuestro amado jefe era también su mandatario supremo y guía espiritual. Aprovechando la publicidad de los medios, los tebitanos organizaron una revuelta para desalojar al invasor, que éramos nosotros los Sonihc, y hubo protestas, manifestaciones, heridos y algún que otro muerto. Las cosas evolucionaron muy deprisa, la comunidad internacional se puso de parte de la Revolución tebitana, mimaba a mi jefe y cuando todo estaba a punto y el Tebit iba a ser liberado, el Amal Ialad se hechó atrás y abandonó a su pueblo.
-¿Por qué lo hizo?
-Porque se dio cuenta de que él sólo les podía ofrecer el hecho de ser la reencarnación de Adub, un ser legendario, y que no sabía nada de cómo gobernar de verdad un pueblo en un mundo a todas luces ya postmedieval...
-¡Increíble, vaya lucidez! –exclamé, asombrado por lo inusual del hecho- De todas formas, ese es un buen dilema, ¡pobres de los pueblos que tienen que escoger entre un gobierno opresor que invade su territorio o un tipo iluminado que dice ser la reencarnación de un ser divino…!
-Así es –dijo el barman mientras secaba cucharillas, con cara de recochineo, y las ponía sobre una servilleta de pretendido lino color burdeos-, pero tampoco se crea usted que la aparentemente ideal alternativa de despejar continuamente la eternas paradojas que surgen de las inocentes urnas –dijo subrayando lo de “inocentes” con cierto retintín- es mucho mejor…, ya me lo advirtió un día un amigo que trabajaba en el “Departamento De Desarrollo De Nuevos Argumentos Igualmente Estúpidos Que No Pongan En Tela De Juicio La Paradoja De Las Urnas”. Este planeta no tiene remedio, caballero, y el pobre Amal Ialad no levanta cabeza desde entonces... ¿Al señor le ha gustado mi Singapur Sling?
-Bueno, considerando que la ginebra estaba hecha con enebro sintético, el Cherry Brandy con cerezas transgénicas gigantes, el Cointreau con esencia de naranjas de la China deshidratadas y al Benedictine nadie le había cantado una misa en gregoriano como es pertinente…, la granadina era roja, como era de prever, y la angostura más amarga que el futuro del hígado de su jefe…, así que el resultado de su “Honda de Singapur” me ha sentado como una piedra lanzada a la misma boca del estómago, luego…, no estaba tan mal, considerando que, después de todo, era algo así lo que yo venía buscando…, pero, según usted, ¿cuál sería la solución a ese problema de realpolitik tebitano?
-Gracias caballero, veo que el señor es un entendido en cuestión de combinados... y contradicciones propias -dijo, no sin cierta dosis de sorna, el mamoncete resabiado del camarero, vestido con un smoking barato de auténtica tela sintética-, repare, sin embargo, en que el problema de quienes nos gobiernan es siempre el mismo: su gigantesca e incombustible voluntad de mandar, la que les hace repetir viejos y conocidos errores con tal de perpetuarse en el poder..., ¿la solución?, no sé, quizá no haya que buscar en sabios y sesudos libros de filosofía política…, hace muchos años, mientras esperaba un tren en una antigua y destartalada estación, compré en su quiosco una novela barata de ciencia ficción cuyo autor no recuerdo. La traducción parecía bastante mala y la novela no era, probablemente, mucho mejor, pero partía de una idea brillante: en un planeta se hacía un test muy completo a todos sus habitantes, se excluía después a todos aquellos incapacitados por alguna causa psíquica y también a todos a quienes les gustara el poder o tuvieran deseos evidentes de mandar. Entre todos los restantes se hacía un sorteo y, al que le tocaba, tenía que gobernar el planeta durante un tiempo…, naturalmente este poder era siempre recibido con disgusto, porque el que lo recibía nunca lo deseaba y, por lo tanto, no sentía ningún apego hacia él… luego, si tocaba hacer cosas impopulares pero necesarias, simplemente las hacía…
-Pero, ¿y si las hacía “simplemente” para que le apartaran del poder, aunque no fueran necesarias? Además siempre estaría el asunto de quien hacía los test y los sorteos, ya se sabe que quien parte y reparte… –dije poniéndome en plan tocanarices…
-¡Ah…, la humana condición! –exclamó histriónico mientras limpiaba una botella rellenada de auténtico vodka de garrafa- ¿quien sabe, dónde puede estar el límite de la maldad, la infamia o la simulación…?, pero el test era verdaderamente bueno y se suponía que detectaba estas cosas…, de todas formas, ya le advertí al señor que se trataba de una novela que probablemente no era muy buena…
-¿Una novela mala…, uuhm…, cómo la vida misma?
-Como la vida misma –dijo cortante el barman mientras agitaba con eficiencia la coctelera y me preparaba otra versión espuria de su Singapur Sling que sobresaltara mis invisibles e inmateriales circuitos de ordenador expsicópata y camuflado en el planeta/espejo Arreit, que, bien mirado, era menos espejo de lo que creí al principio.
El monocliente precomatoso persistía en permanecer en su estado de inconsciencia profunda, reencarnada, beatífica y roncadora alternante, mientras Frank, a quien nadie había dado vela en aquel entierro, seguía cantando “As time goes by”, como para disimular y travestirse de pianista negro en un bar americano situado en una ciudad lejana y exótica:
–♫♫♫♫…And when two lovers woo / They still say: "I love you"/ On that you can rely / No matter what the future brings /As time goes by…♫♫♫♫,
...y yo me fui a dormir, aunque mi entusiasmo por la misión seguía incólume.
Fdo.: HAL9000
(1) Singapur Sling: creación de principios de el siglo XX de un genio nada olvidado de la coctelería –mucha gente brinda todos los días a la salud de Mr. Ngiam Tong Boon- que trabajaba en el mítico Hotel Raffles de Singapur. Si el nombre de su creador no se ha olvidado, la receta sí, aunque, si os animáis a intentarlo, la fórmula más aceptada es: en una coctelera, sin poner ni una pizca de hielo de agua mineral blanda, de montaña, verted 3/10 de ginebra inglesa, 2/10 de Cherry Brandy (licor de cerezas), 4/10 de zumo de piña, 1/10 de zumo de lima o limón, un chorrito suficiente de Cointreau, otro de Benedictine, unas gotas de granadina y otras de angostura. Sírvase en una copa o vaso alto y adórnese con una cereza al marrasquino, una rodaja entera de limón, otra de naranja y unas hojitas de menta fresca. Añadid en la copa un poco del hielo picado de agua mineral de montaña que nos habremos guardado muy bien de poner en la coctelera previamente, como ya he dicho antes y no quiero repetir más. Hay quien le añade soda, pero es un error tan lamentable como horroroso que debería estar tipificado en el código penal como delito grave.
4 comentarios:
¡Que bueno HAL9000, que bueno!
Oye HAL9000, en el libro de Carlos Delagado "365+1 cócteles", hablando del "Sling", bueno hablando... sólo da la receta, aparte de que las proporciones son diferentes y simplifique mucho los ingredientes, dice... "y soda al gusto". El agua de montaña ni la nombra. Aaahhh... y no te olvides de llevar siempre el cinturón, que me parece que vas como un loco conduciendo.
Quería decir Carlos Delgado, of course.
Que el mundo fue y será una porquería,
Ya lo sé;
En el quinientos seis
Y en el dos mil también;
Que siempre ha habido chorros,
Maquiavelos y estafaos,
Contentos y amargaos,
Valores y dubles,
Pero que el siglo veinte es un despliegue
De malda' insolente
Ya no hay quien lo niegue;
Vivimos revolcaos en un merengue
Y en un mismo lodo todos manoseaos.
Hoy resulta que es lo mismo
Agua turbia, qué dolor,
Que agua blanda de montaña,
Ese es un estafador.
Todo es igual; nada es mejor,
Lo mismo un burro que un gran profesor.
¿Soda en la copa? Qué aberración
Los inmorales nos han igualao
Si uno bebe la impostura
Y olvida la tradición
Da lo mismo que sea cura,
Coctelero chapucero
Tragaldabas o ladrón.
Que falta de respeto,
Que atropello a la razón…
(Enrique Santos Discépolo y HAL9000)
El tal Carlos Delgado es un caso claro de por qué hay que tipificar estos delitos. Su libro merecería un buen final "carvalhiano" en una buena chimenea, después de una buena cena y antes de pasar a mayores...
HAL9000
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